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Derechos a diestro y siniestro

Eugenio Fouz Hernández
Profesor de Inglés
2 de febrero de 2021
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© VECTORIKART

And you called yourself a teacher? / I didn’t call myself anything. I was more than a teacher. And less». (Frank McCourt)

Las escuelas sirven para educar y enseñar cosas a los alumnos que acuden a ellas. Aunque parezca una obviedad, a veces conviene recordarlo. Para enseñar una asignatura en clase el profesor cuenta con alumnos que prestan atención, permanecen en silencio mientras habla y toman notas de vez en cuando. En el supuesto de que el alumno pertenezca a la categoría inmediatamente superior, dedicará tiempo fuera del aula a reflexionar, leer, releer, escribir y estudiar apuntes, consultar libros –más de uno– y aprender de memoria determinados puntos vistos en clase.

Si todo sigue su curso normal, el profesor enseña y el alumno aprende. Todo lo aprendido debe ser demostrado por el alumno a un observador objetivo e imparcial que es el profesor –por extensión, el centro educativo al que pertenece–. A lo largo de los días de clase, el profesor propone ejercicios para realizar dentro y fuera de clase y finalmente, test o exámenes. Los exámenes son una forma de valorar el conocimiento de los alumnos. La verdad es que no debería ser el único modo de hacer esto. De hecho, cada profesor cuenta con su propio método recogido en el apartado de evaluación incluido en la programación didáctica de su asignatura.

Entre otros aspectos, la evaluación debe contemplar además un porcentaje que valore la actitud del alumno, su trabajo en el aula (cuaderno, pizarra, fichas, intervenciones) test sin aviso previo, exámenes y ejercicios. Otro aspecto a tener en cuenta es la asistencia. Muchos profesores asumimos la asistencia como un valor incuestionable; no obstante, hay alumnos que se ausentan y justifican –otros ni siquiera se molestan en esto– su falta puntualmente. Los profesores tendríamos que contabilizar la asistencia a partir de un porcentaje razonable de asistencia y no como viene aplicándose ahora, asumiendo un tanto de faltas admitidas. La asistencia ha de ser activa, porque siguiendo a Steven Wright, “hay una fina línea que separa al pescador del individuo parado en la orilla sin hacer nada como un idiota”.

Llegado el final de cada trimestre se realizan exámenes de evaluación gracias a los cuales los profesores medimos el alcance del conocimiento, habilidades y parte de las competencias adquiridas por nuestros alumnos. En ocasiones hay suspensos y los alumnos quieren ver sus exámenes y el modo en que han sido calificados. Los profesores explican dónde, cómo y qué han hecho mal. La mejor explicación, la explicación más objetiva de una prueba, calificación, valoración y errores la conoce el profesor.

"¿Cómo luchamos los docentes contra este desprecio a nuestro trabajo? Uno se pregunta qué pasaría si no hiciésemos exámenes, si no elaborásemos pruebas de evaluación"

A principios del año 2019, un artículo publicado en el diario El País se hacía eco de una cuestión que preocupaba a los padres de los alumnos, a los alumnos y a los profesores (Ignacio Zafra y Ana Torres, «¿Tienen derecho las familias a revisar los exámenes corregidos de sus hijos?»; El País, 31.01.2029). El caso está resuelto a favor de los padres y los alumnos. Según argumentaron algunos padres, no se veían capaces de entender las aclaraciones de los profesores en ciertas asignaturas consideradas difíciles para ellos que quieren involucrarse en la educación de sus hijos. Ahí radica parte del desencuentro. Los hijos son quienes han de ser enseñados y evaluados, no sus padres.

Con todo, hay alumnos descontentos a causa de la severidad de algunos docentes a la hora de corregir los errores que ellos –y probablemente sus padres también– consideran irrelevantes o triviales. En lugar de eso, deberían agradecer la dedicación del profesor y el nivel de exigencia requerido. Un profesional de la enseñanza está dedicado a su asignatura y quiere que sus contenidos se entiendan y se aprendan bien.

Por dar un ejemplo, el instructor de natación indulgente podría suponer un riesgo para sus pupilos haciéndoles creer que son capaces de manejarse en un medio acuático aún sin estar suficientemente preparados.

Los padres de los alumnos que solicitan copia de los exámenes finales de sus hijos lo hacen para estudiarlos en casa, para ayudarlos. Esta concesión a los padres (también a nuestros alumnos) implica una desconfianza hacia el profesor que enseña, puesto que no considera suficientemente satisfactorias las explicaciones que pueda ofrecer el docente acerca del examen y, seguramente, la actitud de su hijo en clase. Cabe pensar que el alumno, –y esto es una hipótesis– aprovechará la ventaja de estudiar los ejercicios que no ha realizado sobre otros alumnos que han confiado en la revisión abierta del profesor. Los solicitantes de copia de exámenes no acostumbran a asistir regularmente a clase ni son buenos estudiantes. La mayoría de las veces sus exámenes aparecen incompletos por lo que van a verse favorecidos con la copia entregada.

Nadie niega la comunicación con los padres, (y por descontado con los alumnos); sin embargo, uno tiene la impresión de que el objetivo de algunos padres es que sus hijos obtengan el aprobado. ¿Cómo luchamos los docentes contra este desprecio a nuestro trabajo? Uno se pregunta qué pasaría si no hiciésemos exámenes, si no elaborásemos pruebas de evaluación. ¿Sería esta la mejor opción?

En fin, ninguno de esos padres que reclaman la copia escrita de los exámenes de sus hijos se ha acercado a hablar con el profesor y preguntarle: ¿qué tal es usted como profesor? ¿Explica usted bien?

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