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Los adoquines del 68

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Escribe el poeta Caballero Bonald que «no sin ser deformada/ puede la realidad exhibir sus enigmas» (Manual de infractores). Sin embargo, nuestros afanes cotidianos son más pe-destres y en la mayoría de las ocasiones no tratan de buscar enigmas sino soluciones, de lo contrario incurriríamos con facilidad en análisis esperpénticos escasamente dilucidatorios. Basta con darse una vuelta por cualquier colegio para percatarse de que allí nadie repite de memoria ninguna lista de los reyes godos ni los libros de texto son un compendio enciclopédico y tedioso. Esa imagen de una escuela fría y parda donde los colegiales repiten la lección –mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón– obviamente no existe, es una construcción anacrónica que nada tiene que ver con lo que sucede hoy en nuestros centros escolares.

Si bien las denominaciones van cambiando y hoy llamamos competencias a lo que antes conocíamos por funcionalidad de los aprendizajes, el enfoque pragmático de la educación –en sus diferentes grados, aspectos y dimensiones– ha existido siempre. El debate gira una vez más en torno a la sempiterna dicotomía entre instrucción y educación. Y aquí volvemos a comparecer todos en espiral como Sísifos empujando cada cual la piedra por la ladera elegida.

Nunca fue éste un debate baladí. Detrás se fraguan intereses crematísticos que quedan ensombrecidos entre la confusión de enfoques y relatos desviados como nicho de entretenimiento jovial. Nada nuevo bajo el sol. La sensación en todo caso es de cierto repliegue, una deriva por cansancio de pensar que ya hemos pensado demasiado y que nada queda por inventar (¿que inventen otros?). De ahí las sucesivas deconstrucciones y cancelaciones por hartazgo.

¿Salen hoy peor preparados los estudiantes de lo que lo hacían hace tan solo unas décadas? ¿Supone el aprendizaje por competencias un deterioro en el nivel de la enseñanza y un menosprecio de la memoria? ¿Reducir el currículo conduce indefectiblemente a una rebaja de conocimientos? Dependerá del camino al andar. Lo que sí parece incuestionable es el cambio fraguado en el tipo de relación entre maestros y alumnos resultante de la secularización de nuestras sociedades. Según Jordi Llovet, «no hay profesor que piense hoy que pueda convertirse en maestro de otros profesores (…), la transmisión del saber quedará interrumpida, toda vez que esta transmisión se basaba en un acto no solamente de lealtad, sino también de entusiasmo» (Adiós a la universidad).

¿Salen hoy peor preparados los estudiantes de lo que lo hacían hace tan solo unas décadas? ¿Supone el aprendizaje por competencias un deterioro en el nivel de la enseñanza y un menosprecio de la memoria?

El asunto viene de lejos. Cuenta Juan de los Ángeles (1536-1609) que santa Catalina, hablando con Dios le preguntó por qué no revelaba ya tantos secretos y misterios como lo había hecho en el pasado. Y Éste respondió: «Porque no se llegan ahora a mí para oírme como Maestro, sino para que los oiga como discípulos» (Diálogo VIII).

Es a finales del siglo XIX cuando confluyen un conjunto de movimientos de renovación pedagógica (Escuela Nueva) caracterizados por centrar las mejoras de la educación en la libertad del niño como núcleo de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Esta serie de teorías y prácticas pedagógicas (de inmejorables intenciones) experimentará una vuelta de tuerca política con el estallido de Mayo del 68. El maestro, figura respetada y querida hasta entonces –pensemos en nuestro Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza– pasa a considerarse un eslabón más del poder en las aulas. A partir de aquí –y según este paradigma– su función consistiría en controlar y domesticar al alumnado con el fin de perpetuar los privilegios de la clase dominante. Ahora la guía es Foucault y «prohibido prohibir», el mantra aglutinador.

“Muchos maestros, de muy buena fe –escribe Vargas Llosa–, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio»  (Prohibido prohibir, 26-7- 2009, El País).

Como es sabido, el sistema de poderes permaneció intocable y no se vio afectado ni tuvo lugar la apremiante liberación reivindicada. Lo que sí sufrió una considerable devaluación fue el concepto de autoridad al que se refiere el diccionario de la RAE en su tercera acepción: «Prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia». De aquellas manifestaciones libertarias derivan muchas de las idiosincrasias actuales. Que juzgue el lector si finalmente la playa estaba o no debajo de los adoquines.

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