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La escuela real

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Cuenta Josep Pla, en su estupendo Viaje en autobús, que en medio de la carretera, parados en despoblado, un compañero de ruta aprovecha la ocasión y les advierte de la belleza del paisaje, «un fondo de montañas de un perfil muy alargado y lento, suavísimo, tocado por un azul verdoso amoratado», sobre el que, paradójicamente, nadie muestra el menor interés. Serán, sin embargo, las patatas, las patatas sembradas en primer término –y de las que da cuenta Pla al resto de viajeros– lo que llama enseguida la atención. «El autobús, de suyo tan monótono y opaco, queda como envuelto en un torbellino vital». Todo el mundo se levanta para verlo: «¡patatas, patatas!».

Ortega y Gasset, en Meditaciones del Quijote, escribió que «la inconexión es el aniquila-miento» (…), que la vida es precisamente este esencial diálogo entre el cuerpo y el entorno». Emerson hablaba de lo «bajo, lo común, lo cercano» como forma de resistir el teatro de sombras derivado de la malversación inflacionista de las palabras, barro genético de nuestro mundo originario.

Hay tanta prisa por decir y por hacer que solemos olvidarnos de enseñar pisando la realidad del aula. Recordemos cómo la joven del cuento de la lechera trastabilló su carrera por culpa del ritmo endiablado de sus cuentas. La obligación de no tener tiempo le hizo no darse cuenta, valga el juego de palabras. Las metodologías y los contenidos –el cántaro y la leche– son reconsiderados aquí en su debida importancia y límite, más allá de los banales guijarros en el suelo y el desprestigio de lo real. Reducir las cosas que se han subido de punto es templarlas, nos avisa el diccionario de Covarrubias.

Hay tanta prisa por decir y por hacer que solemos olvidarnos de enseñar pisando la realidad del aula

«Lo mejor de todo –escribe Stefan Zweig– era pasear con Rilke por París, porque aquello significaba encontrar un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas, se diría, con ojos iluminados». (El mundo de ayer, memorias de un europeo).

La escuela halla su espacio al margen de la influencia de los llamados no lugares, de las cosas sin cosa, del tiempo tabulado y la impostura, esa montonera de metáforas sin remite ni anclaje consistente, objeto y término de nuestro pensamiento ensimismado. “En el mundo real, cuando un docente llega a un centro nuevo para cubrir una sustitución, una vacante o una plaza definitiva se encuentra con cualquier cosa menos con una hiperaula” (Andreu Navarra, Prohibido aprender).

Encandilados y desleales hemos ido menoscabando la realidad que queda así traicionada, necesitada de un nuevo contrato que evite su degradación lejos del humo algorítmico y el barullo tecnológico. De lo contrario la escuela diluye su adecuación y conveniencia, se desdibuja zarandeada por imponderables ajenos a sus objetivos esenciales de formación de ciudadanos instruidos y propensos a la adquisición constante de cultura y conocimiento.

Encandilados y desleales hemos ido menoscabando la realidad que queda así traicionada, necesitada de un nuevo contrato que evite su degradación lejos del humo algorítmico y el barullo tecnológico

Bajar de la nube a la escuela y tocar tierra es ponderar y discernir sin distracción, analizar sin prejuicios ni anteojeras lo que damos habitualmente por bueno y que, habiendo podido quizá serlo, a la larga termina por resultar dañino.

Una escuela eficaz es una escuela libre y cercana, alegre y valiente que aprecia lo pequeño por encima de los titulares de periódico, los debates en la redes sociales y las batallas culturales adheridas. Una escuela que trata de huir del reino tiránico de la totalidad virtual a la realidad ingenua de la tiza y el libro de papel. Una escuela que mira y atiende y distingue, que toma conciencia, que da cabida y cultiva el silencio, la escucha, la comunidad. «¿No habría pues que reivindicar tal vez una realidad más real, una realidad de la que estamos siendo desposeídos a marchas forzadas por el exceso de fantasmagoría de nuestro mundo y el ruidoso y continuo moscardoneo de la palabrería imperante?» (J.Á. González Sainz, La vida pequeña).

Se ha hablado mucho, por cierto, sobre si la experiencia de la pandemia conseguiría cambiar la realidad. Lo que sí parece habernos descubierto el confinamiento es lo que Pascal definió como el origen de toda desgracia humana: la dificultad de quedarnos tranquilos en una habitación. El escritor ampurdanés Josep Pla, en su obra citada, cuenta cómo la juventud de posguerra solía desplazarse en autobús a bailar en los pueblos de al lado sin otro motivo aparente que la tendencia a no poder estarse quieta. «Física o imaginativamente –escribe–, todo el mundo tiende a bailar en un terreno que no es el propio terreno». Los poetas elegíacos antiguos achacaban esta incapacidad de autolimitación a nuestra naturaleza triste, a la insoportable levedad tediosa de nuestro ser. “Estos jóvenes del autobús –prosigue– cuando regresen, esta noche, al pueblo, estarán más tristes que si no se hubieran movido de él y hubieran bailado con sus propios músicos». Y no es una oda al inmovilismo antidiluviano. Es un alegato a la conservación de la alegría macerada en la experiencia. De ahí que la realidad sea infinitamente superior a la inteligencia.

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