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Educar es educarse con los hijos

padresycolegios.comSábado, 1 de enero de 2022
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Como el ser humano
siempre puede dar más,
la educación no termina
nunca. Ni con la ESO, ni
con el Bachillerato, la
Universidad o cinco
másters. Y para los padres
educar es siempre
educarse junto a sus hijos

Autor: RAFAEL GÓMEZ PÉREZ

Aún recuerdo cómo, a una edad muy temprana –entre los cuatro y los cinco años–, aprendí a leer. Maestra: la madre. Tenía unos cubos en cuyas caras estaban dibujadas las letras. Se juntaban: la M con la A, ma; y otra vez: ma-má. Pienso ahora en la madre redescubriendo, a sus 35 años, la magia de la lectura.
Me enseñó también, antes de los seis años, a recitar poemas, yo repitiéndolos verso a verso junto a ella. No cosas infantiles en el sentido de triviales, sino, por ejemplo, poemitas de Lope de Vega del estilo del «Que de noche lo mataron/ al caballero,/ la gala de Medina,/ la flor de Olmedo», renovándose en ella el gusto que siempre había tenido por la poesía.
Cuento esto, de lo propio, porque es el ejemplo que tengo más a mano. Es una fortuna y una suerte contar con unos padres que, sin agobios, con sencillez, saben educarse educando a los hijos, dando a la vez razones y amor.

LEER LOS LIBROS

Es una buena cosa que los padres lean, a principio de curso, los libros de texto de los hijos. No una simple ojeada. Una lectura inteligente, deteniéndose en lo más importante y pasando por encima de lo que es de relleno, que siempre lo hay. De este modo, los padres pueden renovar sus siete, diez años, catorce años. De este modo, si es el caso, la duda de los hijos quedarán resueltas por los padres. O si no resuelta, al menos compartida.
Otro asunto que puede resultar a veces pesado y molesto, pero que es esencial: dedicar un tiempo a ayudar a los hijos en los deberes. En algunos casos no costará mucho. En otros será como renovar la propia educación. Los conocimientos, si son verdaderos, no valen sólo para la niñez o la adolescencia, sino para toda la vida.

ME SUPERA

Juan, 47 años, es panadero. A los doce años emigró con su familia a la gran ciudad y desde entonces no estudió más. Tiene tres hijos, el mayor con 21, otro con 17 y la niña, de 13. El mayor, que nunca quiso estudiar, trabaja con él en la panadería. El segundo ha salido muy listo y va flechado hacia la Universidad. La niña le preocupa porque parece poco lista, a pesar de su buena voluntad.
Si hay un trabajo esclavo es el de panadero, sobre todo cuando se quiere hacer bien y no trabajar con masas congeladas. Pero Juan consigue sacar tiempo para ayudar a su hija a estudiar. Lo único que ocurre es que ya esas materias le superan: él no llegó a tanto.
Cuando no se puede, no se puede. Pero lo ideal sería que Juan aprendiese a la par que su hija, se autoeducara, siguiera educándose. Como es listo, ha conseguido que el segundo hijo, el de 17, ayude a la pequeña. Y hay que ver la cara de satisfacción de Juan y de su mujer cuando ven al hermano ayudando a la hermana.

DAR SENTIDO

La implicación, cuanta más mejor, de los padres en los estudios de los hijos contribuye a que éstos vean esos estudios como algo con sentido, ya que la gente mayor, como sus padres, los estiman y les prestan atención. No es solo una cosa extraña que se da en el cole. Esto es esencial. Gran parte del fracaso escolar se debe a que los alumnos y alumnas ven las cosas que han de aprender en el colegio como algo que no tiene mucho que ver con la vida. Están equivocados porque casi nada funcionaría en la sociedad sin la aplicación de los conocimientos que se estudian en el colegio. Pero necesitan verlo con más inmediatez, con cercanía, en la propia casa.
Durante muchas generaciones, madres y padres han tomado la lección a sus hijos.»Anda, estúdiate esta página, que ahora te la pregunto».
Casa y colegio deberían mantener continuidad. En la casa cada uno tiene un deber que cumplir. Los hijos, el de estudiar. Los padres, el de estudiar con ellos, el de seguirlos en la progresión de sus conocimientos. Quizá llegue el momento en el que hay que decir: «yo en esto ya no te puedo servir de mucho». Pero eso querrá decir que se ha hecho antes muchísimo.
El no hay tiempo es la peor excusa del mundo. El acento no está en el tiempo sino en la disposición, en las ganas. Cuando se quiere, se puede. Si no todos los días, se podrá aprovechar un momento en el fin de semana. Tampoco es cuestión de horas, sino de mantener el interés y la conexión.
Estudiar y aprender con los hijos es otra forma de amarlos, de quererlos. Y con profundidad, porque es seguir las nociones, los conceptos, los datos que van ocupando poco a poco su inteligencia y su memoria. Es algo así como quererlos por dentro. Saber lo que ellos saben, preguntarse lo que ellos se preguntan. Si aprenden Geografía, ¿Por qué no aprovechar una salida al campo para ver todo eso sobre el terreno? Cuando son un poco mayores les suele gustar conocer cosas de sus primeros años. Es un buen momento para explicar que eso es precisamente la historia. Es muy bueno conocer la propia historia, y también la de la propia familia, y la del propio lugar, y país. Y la del mundo. Hacer ver al hijo que aquello que está en el libro es esto mismo que pisamos, que el saber es la conexión con la realidad. Como todas las acciones positivas, los resultados de este aprender con los hijos son insospechadamente buenos: se da un sentido de plenitud interior, se ejercita la inteligencia y la memoria…
Ya se sabe que el saber no ocupa lugar, pero es como la levadura, como bien sabe Juan, el panadero. El saber hace crecer la persona. Cuanto más se sabe, más se es. Sería poco inteligente perder esta oportunidad.

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