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Las dos caras del trabajo infantil

padresycolegios.comSábado, 1 de enero de 2022
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¿Son determinadas formas de trabajo infantil un peaje obligatorio para que los países subdesarrollados salgan de la pobreza? ¿Qué tipo de empleos deberían prohibirse a toda costa? Todos compartimos el sueño de un mundo en el que los niños puedan estudiar sin carga laboral alguna. Las divergencias surgen a la hora de trazar el camino a seguir.

RODRIGO SANTODOMINGO
Supongamos que una comitiva de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) desembarca en cualquier país en vías de desarrollo. Su objetivo, convencer al gobierno de turno sobre la imperiosa necesidad de erradicar sin demora el trabajo infantil de su sistema productivo.
Intuyen los técnicos de la OIT que la vertiente humanitaria del problema (la negación del derecho a la Educación y a gozar de una infancia plena sin presiones laborales) no conmoverá necesariamente a sus interlocutores. Por eso vienen provistos de refinadas predicciones estadísticas sobre los inmensos beneficios económicos de acabar con una práctica que (haciendo caso omiso al diablillo del relativismo, ya saben, en Occidente no, en otros países sí) todos consideramos aberrante.
Si el país está en el África Sub-sahariana, por cada dólar invertido en atajar la plaga retornan cinco para la economía nacional. En Asia, siete. Las ventajas son “enormes, casi astronómicas en términos de productividad, aumento salarial y recaudación de impuestos”, aseguraba hace un par de años Frans Roeselaers, director del Programa Internacional para la Eliminación del Trabajo Infantil (IPEC en sus siglas en inglés), durante la presentación del informe que recoge tan optimistas cálculos.
“¿Y esto para cuándo?”, preguntan algo escépticos los países pobres. “De aquí a 20 años”, responde la OIT. Mientras, sólo cabe hablar de costes. Para infraestructuras educativas y formación del profesorado. Para arreglar los desajustes en el mercado laboral. Para que las familias puedan apañárselas sin esa fuente de ingresos que antes se enfundaba el mono de trabajo y ahora viste de escolar.
No al boicot
“Planes integrales”, “visión multidisciplinar”, “intervenciones micro”. Son todas expresiones utilizadas por la directora de sensibilización de Unicef-España, Marta Arias, cuando habla de posibles estrategias en la lucha contra el trabajo infantil, un fenómeno que no desaparecerá “mientras exista pobreza”.
Arias insiste en la importancia de evitar “prácticas contraproducentes” como el boicot a productos sospechosos de haber sido elaborados con mano de obra infantil. En Bangladesh, unos 50.000 niños que trabajaban en la industria textil fueron despedidos tras aprobar EEUU una ley de importación llena de buenas intenciones. Su destino fue en muchos casos la prostitución, la mendicidad o un nuevo empleo en la minería.
Incluso aquellos estados que más empeño ponen en alejar a sus niños de la vida laboral se niegan a concretar soluciones tajantes o a aceptar fechas límite impuestas por la comunidad internacional. En 2000, Bill Clinton propuso sancionar a las naciones que consintieran las peores formas de trabajo infantil. Brasil e India criticaron duramente una iniciativa que tildaron de “moralista” y encaminada a ralentizar el despegue de las economías emergentes. También recordaron que el mundo rico hizo la vista gorda con el empleo de menores hasta que su desarrollo económico le permitió terminar con lo que muchos consideran un “mal necesario” intrínseco al sistema capitalista.z

 

Supongamos que una comitiva de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) desembarca en cualquier país en vías de desarrollo. Su objetivo, convencer al gobierno de turno sobre la imperiosa necesidad de erradicar sin demora el trabajo infantil de su sistema productivo.

Intuyen los técnicos de la OIT que la vertiente humanitaria del problema (la negación del derecho a la Educación y a gozar de una infancia plena sin presiones laborales) no conmoverá necesariamente a sus interlocutores. Por eso vienen provistos de refinadas predicciones estadísticas sobre los inmensos beneficios económicos de acabar con una práctica que (haciendo caso omiso al diablillo del relativismo, ya saben, en Occidente no, en otros países sí) todos consideramos aberrante.

Si el país está en el África Sub-sahariana, por cada dólar invertido en atajar la plaga retornan cinco para la economía nacional. En Asia, siete. Las ventajas son “enormes, casi astronómicas en términos de productividad, aumento salarial y recaudación de impuestos”, aseguraba hace un par de años Frans Roeselaers, director del Programa Internacional para la Eliminación del Trabajo Infantil (IPEC en sus siglas en inglés), durante la presentación del informe que recoge tan optimistas cálculos.

“¿Y esto para cuándo?”, preguntan algo escépticos los países pobres. “De aquí a 20 años”, responde la OIT. Mientras, sólo cabe hablar de costes. Para infraestructuras educativas y formación del profesorado. Para arreglar los desajustes en el mercado laboral. Para que las familias puedan apañárselas sin esa fuente de ingresos que antes se enfundaba el mono de trabajo y ahora viste de escolar.

 

NO AL BOICOT

“Planes integrales”, “visión multidisciplinar”, “intervenciones micro”. Son todas expresiones utilizadas por la directora de sensibilización de Unicef-España, Marta Arias, cuando habla de posibles estrategias en la lucha contra el trabajo infantil, un fenómeno que no desaparecerá “mientras exista pobreza”.

Arias insiste en la importancia de evitar “prácticas contraproducentes” como el boicot a productos sospechosos de haber sido elaborados con mano de obra infantil. En Bangladesh, unos 50.000 niños que trabajaban en la industria textil fueron despedidos tras aprobar EEUU una ley de importación llena de buenas intenciones. Su destino fue en muchos casos la prostitución, la mendicidad o un nuevo empleo en la minería.

Incluso aquellos estados que más empeño ponen en alejar a sus niños de la vida laboral se niegan a concretar soluciones tajantes o a aceptar fechas límite impuestas por la comunidad internacional. En 2000, Bill Clinton propuso sancionar a las naciones que consintieran las peores formas de trabajo infantil. Brasil e India criticaron duramente una iniciativa que tildaron de “moralista” y encaminada a ralentizar el despegue de las economías emergentes. También recordaron que el mundo rico hizo la vista gorda con el empleo de menores hasta que su desarrollo económico le permitió terminar con lo que muchos consideran un “mal necesario” intrínseco al sistema capitalista.

 

QUÉ

Ni las voces más autorizadas se ponen de acuerdo. Unicef advierte que desde que el tema figura en el top de la agenda humanitaria internacional se “han utilizado multitud de medidas y definiciones”, lo que ha creado “confusión en torno a la naturaleza exacta del problema”. El último intento de acotar en pocas palabras un fenómeno tan complejo data de 2008, e incorpora como novedad las tareas domésticas que arañen tiempo al estudio, tradicionalmente obviadas en las estadísticas.

La definición tipo suele tener zonas blancas (no es trabajo infantil echar una mano en casa o en el negocio familiar, los empleos “ligeros” a partir de ciertas edades) negras (prostitución, guerra, esclavitud) y una pantanosa escala de grises. ¿Qué entendemos por “nocivo” para la salud física y mental? ¿Y por “dignidad” del niño? Ambigüedad léxica que obliga a la Organización Internacional del Trabajo (OIT) a relativizar el término: “la respuesta (a qué es trabajo infantil) varía entre países”.

Otra opción pasa por fijar límites horarios. Antes de los 11 años, proscrito. Entre 12 y 14, no más de 14 horas. A partir de esa edad, carta blanca para que cada país legisle a su manera sin consentir que los menores de 18 años desempeñen labores de alto riesgo. Son los parámetros más utilizados por Unicef y la OIT.


CUÁNTO
Seguro, entre 150 y 200 millones.  La fragilidad burocrática de los países pobres, la opacidad de la economía sumergida, el interés por falsear cifras y la propia esencia difusa del término no contribuyen precisamente a conseguir cálculos precisos. ¿Probable entonces que sumen más? Hay quien dice que podría ser al contrario, ya que en ocasiones es necesario extrapolar datos y recurrir a otras licencias que pueden distorsionar la realidad, aunque no sabemos si para bien o para mal.
Antes de la crisis, la tendencia descendente (según la OIT, entre 2000 a 2004 pasamos 211 a 190 millones) hizo soñar con metas nutridas por alardes de optimismo y algunas gotas de ingenuidad: erradicar por completo las formas más crueles antes de 2016, finiquitar el asunto en todas sus formas de aquí a 30 años. Ahora prima la cautela, los “ya veremos” y el temor a que el próximo recuento depare sorpresas desagradables.


DÓNDE
En números absolutos, Asia ocupa el primer lugar con más de 120 millones, aproximadamente el 20% de su población menor de 14 años. El África Sub-sahariana aparece, con tasas superiores al 25%, como la región más castigada en términos relativos. Latinoamérica es el milagro: asevera la OIT que en cuatro años redujo sus cifras de 17 a 5 millones.
Aquejada de gigantismo demográfico y siniestros contrastes, India lidera la clasificación por países con entre 30 y 40 millones de infantes sin infancia. Le siguen muy de lejos Bangladesh, Perú, Pakistan y Brasil.


CÓMO
En contra del tópico que nace en el hollín de las novelas de Dickens y viaja en el tiempo hasta los infames tugurios donde pequeñas manos zurcen material deportivo de marca, la inmensa mayoría de los niños trabajadores (casi un 70%) se dedica a la agricultura. Le sigue el sector servicios (puestos callejeros, todas las modalidades de empleos urbanos poco cualificados) con un 22%, mientras que la industria sólo recoge al 8% restante.

 

Juan Felipe Hunt, director de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en España

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