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Reír por no llorar

A menudo me preguntan por qué escribo sobre los progres. Podría dar muchas respuestas, todas ellas igualmente convincentes, pero hay una que es mi preferida. Los progres siempre han estado presentes en mi vida, sobre todo, la laboral.
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En el mundo de la Educación, la progresía es una plaga. En pocas palabras, convivo con los progres hace más de un cuarto de siglo, qué ya es decir. Por esta razón, los conozco como si los hubiera parido. El progre, y no pretendo sentar cátedra con ello, es un ser ajeno a la coherencia intelectual, porque, si hoy es lunes, pensará en blanco y, si mañana es martes, pensará en negro sin rasgarse las vestiduras. Es tan definitoria esta extraña cualidad que la han convertido en una virtud. Exigirle al progre un mínimo de congruencia con sus propios principios –¡los suyos, por favor!– es tan arriesgado como molesto para el interlocutor. En el ámbito educativo, la situación ha venido a desembocar directamente en el estrambote.

En estos momentos, el progre está en una dura encrucijada, en una especie de tela de araña en la que él solito se ha metido, y de paso al resto de los profesionales de la enseñanza que no comulgamos con sus ideas. Este conflicto, sobre el que personalmente llevo escritos cientos de artículos en la prensa, es el que provoca que el progre de turno no logre conciliar el sueño. Como se sabe la izquierda de este país ha hecho tabla rasa de la Educación, hasta el extremo de que con la nueva ley ya en vigor todo apunta al infierno relativista: la regla es que no existe regla en la promoción y titulación del alumnado. Lo único importante es la salvaguarda del enfoque competencial, al margen de los agravios comparativos que esta apuesta pueda deparar en el plano evaluador. Y es aquí donde al progre se le ha cogido con el pie cambiado.

Hace bien poco se han difundido en casi todas las comunidades autónomas de España las órdenes gubernativas que regirán, precisamente, la promoción y titulación en la ESO. Y todas ellas, sin excepción posible, asumen el precepto relativista a pies juntillas. Esto se traduce en que cualquier disposición interna que se tome para afrontar las próximas juntas de evaluación está abocada al fracaso, puesto que no hay regla que respetar. ¿Y qué hacen los progres ante esta realidad? Buscan afanosamente herramientas, estrategias y recovecos en la norma para intentar escabullirse de su cumplimiento. Es un espectáculo digno de verse, en el que la trampa que han ido tejiendo durante lustros termina por atraparlos a ellos mismos. En definitiva, uno ríe por no llorar, porque el más mínimo argumento en su contra lo toman como una ofensa personal.

El progre en la docencia se las ve ante el crudo dilema de qué es más relevante en su trabajo diario, si la debida obediencia a los presupuestos del progresismo o, por el contrario, el respeto al propio ejercicio de la profesión, al margen de lo políticamente correcto. Los que se toman en serio su labor me han llegado a confesar en privado que están experimentando el peor de los desengaños posibles, ya que se han dado cuenta de que, cuando lleguen las evaluaciones finales, se encontrarán de bruces con el caos. Pero, no pueden levantar la voz so pena de que les retiren el saludo o pierdan su ganada condición de progres. Esta es la particular amargura de los que se sienten atrapados en su propia trampa ideológica.

Ojalá el delirio pedagógico relativista en el que nos han metido de hoz y de coz a todos los docentes de España tenga el efecto positivo que, al menos, uno ansía. Este efecto reparador es la abierta necesidad tanto de la existencia de una convención social sobre lo que debe ser un sistema de instrucción básica como la clamorosa demanda de los profesionales para que nos dejen trabajar y ejercer nuestro oficio con dignidad y sin intromisiones partidistas.

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