fbpx

Dossier Espacio para el análisis y la reflexión

Evaluación formativa en el aprendizaje competencial

En plena implementación de la Lomloe, nos encontramos ante la paradoja de trabajar por competencias y enormes dificultades a la hora de adjudicar una nota numérica a dicho trabajo.
Pablo J. Díaz TenzaLunes, 20 de febrero de 2023
0

La educación por competencias tiene en nuestro país una demora de décadas, pero es tan inevitable como necesaria | © InputUX

Las notas han sido tradicionalmente la vara de medir de nuestro sistema educativo. Todo final de proceso de enseñanza ha culminado en los últimos dos siglos con una calificación numérica en base diez. Más allá del debate que se puede abrir por la correlación que arbitrariamente se adjudica al valor que tiene cada número –como decidir que un 5 es un aprobado–, conviene preguntarse por el procedimiento de evaluación que subyace a este modelo mecanicista.

En un proceso de enseñanza-aprendizaje típico de nuestro sistema educativo el alumno recibe una explicación, realiza una serie de ejercicios y es examinado a través de una prueba escrita de la que recibe una calificación para diagnosticar el aprendizaje adquirido. A todos nos resulta familiar este mecanismo y, de hecho, genera en el docente una suerte de sensación de seguridad y objetividad frente a otros modelos de evaluación. En un modelo academicista o enciclopedista en el que el objetivo sea medir el grado de contenidos retenidos en la memoria a corto plazo puede resultar una estrategia conveniente; el problema lo encontramos cuando entra en juego el enfoque competencial del aprendizaje.

Los artículos y debates en torno a las competencias clave han arreciado en los últimos tiempos debido a la implantación de la Lomloe, pero estas cosas que suceden en nuestro país son muy curiosas: el enfoque competencial de la enseñanza viene desarrollándose desde finales del siglo pasado (incluso podemos remontarnos a comienzos del siglo XX con la Escuela Nueva o la Escuela Progresista para encontrar los primeros indicios de este paradigma). No se trata, por tanto, de una cuestión política ni ideológica ni partidista ni coyuntural ni transitoria; el enfoque competencial surge de forma orgánica con el Informe Delors en 1968 y tiene un recorrido legislativo a nivel europeo más que consolidado. Su aplicación práctica en el aula tiene, en nuestro país, una demora de décadas, pero es tan inevitable como necesaria.

"

Los artículos y debates en torno a las competencias clave han arreciado en los últimos tiempos debido a la implantación de la Lomloe

"

Como decíamos, la implementación de un modelo de enseñanza basado en las competencias clave integra el conocimiento (saber) en la aplicación de unas capacidades (saber hacer) con una disposición o actitud concreta (saber ser) y esto es muy difícil de “medir” en base a una estrategia de evaluación reducida al diagnóstico cuantitativo.

 Cabría preguntarse, en este momento, cuál es la finalidad de la evaluación y, probablemente, podríamos encontrar dos versiones enfrentadas: (I) evaluar para medir los conocimientos adquiridos y categorizar en función de una nota; y (II) evaluar para intervenir sobre el proceso de aprendizaje reorientando el proceso.

La primera conceptualización se centra en el resultado y tiene como objeto determinar qué alumnos tuvieron éxito y quiénes fracasaron. La segunda aproximación constituye la evaluación como un elemento dinamizador que se despliega durante el mismo proceso de aprendizaje para recopilar información de qué está funcionando y qué no y devolverla como feedback o retroalimentación al propio alumno para tomar conciencia de en qué punto se encuentra y tomar decisiones acertadas encaminadas a lograr el aprendizaje previsto. Lo que acabamos de realizar es la distinción entre la evaluación sumativa y formativa.

"

Un modelo de enseñanza basado en las competencias clave integra el saber, el saber hacer y el saber ser y esto es muy difícil de medir

"

Mariana Morales utiliza una metáfora muy visual para hacer más asequible esta distinción: pongamos por caso un cocinero que prepara una sopa, mientras se encuentra en el proceso de elaboración, el hecho de probar la sopa y tomar decisiones sobre la cantidad de sal u otros aderezos que añadir sería lo que en educación llamamos evaluación formativa; una vez la sopa llega a la mesa del comensal, la prueba y determina cómo está la sopa, es lo que denominamos evaluación sumativa. Esta metáfora es muy poderosa porque muestra de forma muy visible la esencia de cada enfoque: la evaluación formativa sirve para tomar decisiones sobre el proceso, la sumativa para determinar cómo ha resultado. La primera influye de manera directa y definitiva sobre la posible mejora, la segunda no.

Podríamos remitirnos a los estudios de Ruth Butler (1987) sobre los efectos que tiene sobre la motivación y sobre el rendimiento la retroalimentación al alumno en formato de nota o como comentario cualitativo, pero nos parece suficiente, para el objetivo de este artículo, remitirnos a las posibilidades que una y otra evaluación pueden tener sobre el proceso de aprendizaje.

En plena implementación del currículo que determina la Lomloe, nos encontramos ante la paradoja de trabajar por competencias –en el mejor de los casos– y encontrarnos con enormes dificultades a la hora de adjudicar una nota numérica a dicho trabajo. Evidentemente es una situación que debía llegar y que pone de relieve el enfoque netamente sumativo de la evaluación en nuestro sistema de enseñanza.

"

Resulta lógico el desconcierto generado, por eso es conveniente un acercamiento sosegado y reflexivo al proceso de evaluación en su conjunto

"

Resulta lógico el desconcierto generado, por eso es conveniente un acercamiento sosegado y reflexivo al proceso de evaluación en su conjunto. Afortunadamente para los alumnos, el enfoque competencial de la enseñanza obliga al docente a buscar estrategias de evaluación variadas para lograr obtener evidencias del desempeño de cada alumno sobre el desarrollo de las competencias.

Como sabemos, las competencias clave se concretan en unos descriptores operativos que, a su vez, están vinculados con las competencias específicas de cada área de conocimiento. Estas competencias específicas tienen unos indicadores que nos ayudan a medir su grado de adquisición que denominamos criterios de evaluación. Por lo tanto, los criterios de evaluación son el máximo nivel de concreción curricular del Perfil de Salida de la etapa, es decir, el elemento sobre el que debemos desplegar nuestras estrategias de evaluación, aquello que debemos “medir”. El problema está en que un examen –estrategia de evaluación por antonomasia– no sirve para “medir” el grado de desempeño de todos los criterios de evaluación y ahí es donde entran en juego la articulación de una estrategia de evaluación formativa.

Porque, bien mirado, el dilema al que nos enfrentamos puede ser una oportunidad para pasar de una evaluación netamente sumativa a una formativa que incida sobre el proceso de aprendizaje reorientando el desempeño de los alumnos.

¿Qué técnica es más pertinente?

Tendríamos, por un lado, que determinar la técnica de evaluación a utilizar dado un criterio de evaluación concreto. Encontramos aquí ya el primer cambio: como docentes debemos de ser conscientes de qué competencia específica estamos trabajando y, por lo tanto, qué criterios de evaluación debemos evaluar. Para ello debemos preguntarnos qué técnica es más pertinente: la observación, un intercambio oral, una prueba escrita, un ejercicio práctico… y, en segundo lugar, qué herramienta de evaluación vamos a utilizar para recoger evidencias de dicho proceso: una rúbrica, una lista de cotejo, un portfolio…

Una vez disponemos de esta información podemos hacer mucho o nada con ella, a saber, custodiarla, almacenarla para la Administración, usarla de peana para justificar una calificación determinada, utilizarla como parapeto para la siguiente tutoría con los padres… o podemos darle este enfoque formativo, para intervenir e influir sobre el proceso de aprendizaje de nuestros alumnos. Pero, claro, ello supone que dicha información no se obtenga, exclusivamente, al final del proceso (como el comensal al probar la sopa) sino en varios momentos a lo largo de todo el trabajo para que el alumno tenga tiempo de reorientarse (siguiendo la metáfora del cocinero).

Utilizar una estrategia adecuada en el momento inoportuno es tanto como echar leña sobre un fuego extinguido para tratar de inflamarlo. Ya no hay nada qué hacer; el fuego ha prendido y se ha apagado independientemente de la cantidad de leña que hayamos echado.

No es lo mismo utilizar una rúbrica para corregir un trabajo y “traducirla” en una calificación, que entregar la rúbrica a los alumnos antes de comenzar el proceso, utilizarla juntos para corregir una tarea similar de años anteriores e ir acudiendo a ella en distintos borradores del trabajo para ir reorientando su ejecución. El valor y la capacidad transformadora que puede tener esta herramienta bien utilizada es inconmensurable. Del mismo modo, el esfuerzo que requiere desarrollar correctamente una rúbrica de evaluación puede servir únicamente para maquillar una evaluación sumativa.

Después de todo lo dicho, no sólo me atrevo a afirmar que es posible un proceso de enseñanza sin notas, que incluya una evaluación formativa que retroalimente el proceso de aprendizaje de los alumnos para reorientar la actividad y mejorar su desempeño, sino que este acercamiento es mucho más efectivo, eficaz y acorde a un modelo de enseñanza no academicista que ponga el desarrollo humano en el centro.

  • Pablo J. Díaz Tenza, apasionado maestro, divulgador, escritor y convencido del desarrollo pleno e integral del potencial humano
0