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El manifiesto de Ciro

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Poca gente lo sabe, pero donde más brilla el talento de Jean- Paul Sartre es en el teatro. Sus obras, presididas por el absurdo vital y el alegato existencialista, son una fuente continua de experiencias, cuando no de atinadas reflexiones sobre el hombre. Una de mis favoritas es Las moscas, una pieza en la que los insectos alados son los símbolos elegidos como representantes de la decadencia de una civilización que, como la griega, marcó en su momento el rumbo de la humanidad al completo. Sin embargo, y yendo al detalle, la obra me gusta por el logrado pulso en la acción, con escenas muy conseguidas y de una gran densidad emocional, cautivando al espectador desde un principio. Concretamente, en la escena V del Primer Acto, Electra lanza a los cuatro vientos una declaración que, una vez escuchada, se convierte en una lección para la eternidad. La hija de Agamenón reconoce que “cada uno grita sus pecados a la cara de todos”. Gran verdad que, con la declaración del alumno que sirve de objeto al presente, se ve reforzada y hasta confirmada por más que pase el tiempo.

Uno de los chicos de mi responsabilidad pedagógica se atrevió a poner por escrito, como si fuese la respuesta a un órdago con el que alguien le desafiara, que había superado los cuatro cursos que componen la Secundaria con el esfuerzo que entraña el solo acto de respirar, es decir, nada, absolutamente nada. Estas fueron las once palabras, acompañadas de un único número, que rubricó con su firma por si hiciera falta: “Llevo los 4 años de ESO sin hacer nada. Pero apruebo igual”. Para que quedara bien claro el mensaje, subrayó la frase final, remarcando el valor y alcance de lo previamente enunciado. Un énfasis que, en lugar de señalar al chico, apunta en otra dirección, hacia un sistema educativo degradado por su decadencia.

Uno de los chicos de mi responsabilidad pedagógica se atrevió a poner por escrito, como si fuese la respuesta a un órdago con el que alguien le desafiara, que había superado los cuatro cursos que componen la Secundaria con el esfuerzo que entraña el solo acto de respirar, es decir, nada, absolutamente nada

Sé que este pensamiento del muchacho es una boutade, una hipérbole necesitada de un contexto, quizás de una justificación, y, aún así, repiquetea en mi cabeza, como supongo que en la de cualquiera mínimamente preocupado por la educación en España, como el particular aletear de las moscas de Sartre, siempre prestas a buscar la podredumbre. En el francés, la trama obedece a una denuncia, la de la miseria humana a la que se había visto abocada una civilización. En cambio, en el cartelito del chico, cada una de las palabras que lo desarrollan es una voz de alarma. En definitiva, lo tiene tan claro, es tan evidente a su juicio lo que es la educación de hoy en día, que le extraña que los demás no lo vean así.

No creo pertinente alargar el artículo, ni tampoco lo estimo necesario. Ciro (nombre ficticio) lo ha dicho todo con una rotundidad que se basta a sí misma. No obstante, me gustaría terminar con una reflexión del alemán Lichtenberg, con varios siglos ya a sus espaldas, aunque no ha perdido ni un ápice de su valor original: “si nuestros pedagogos llevan a buen fin sus intenciones, vale decir si logran que los niños se formen por entero bajo su influencia, nunca más tendremos un hombre auténticamente grande”.

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