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Dossier Espacio para el análisis y la reflexión

La educación del espectáculo

Desafortunadamente, no hay atajos para alcanzar ciertos niveles de conocimiento, aun cuando, por otro lado, creo que nadie espera tener estudiantes brillantes en su totalidad, pero sí alumnos comprometidos con su aprendizaje.
Ricardo E. Reyes SotoLunes, 2 de diciembre de 2024
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© PURESOLUTION

Toda generación hereda unas inercias propias de su tiempo, un seguidismo que, por lo general, no se rompe hasta que alguien se atreve a cuestionar las maneras de hacer y de pensar del sector mayoritario de sus coetáneos. Nuestra época no es una excepción, y estas inercias lo van atravesando todo, lo general y lo particular; y, por supuesto, lo colectivo y lo individual.

La época de la hiperexposición es una de tantas realidades con las que convive a día de hoy el individuo de manera generalizada. La digitalización ha hecho posible la aparición de espacios virtuales que se han transformado en un escaparate perfecto para intentar hacerse notar, a tal punto que este espacio ha adquirido un valor muy elevado –incluso casi esencial– para un sector de la población cada vez más amplio, el que, sin embargo, no se trata más que de un salón de espejos que no hace sino distorsionar la realidad al enviar un mensaje claro: me expongo, y entonces y solo entonces existo.

Quizá lo más sensible de esta realidad es que el sector más vulnerable y expuesto a estas dinámicas son especialmente los adolescentes y jóvenes, en tanto que buscan la aprobación de sus iguales por medio de –digámoslo claro– un imaginario sumamente superficial. Este proceder generalmente se materializa en una serie de actitudes cargadas de egocentrismo, algo que no es novedoso en su fondo –especialmente esto último– sino sencillamente una recodificación de las formas de búsqueda de aceptación y valoración y que incluso no es anormal si consideramos que, precisamente, es un comportamiento propio de dicha etapa de la vida. Con todo esto,  asumimos que serán guiados –o al menos así lo presuponemos– por aquellos que ya han recorrido el trecho que hay desde la inmadurez y la formación de la personalidad hasta una identidad adulta con sus consabidos deberes y responsabilidades hacia sí mismo y hacia los demás.

Hoy, sin embargo, pareciera existir cierta confusión. Un constante estado de idiocia, una perpetuación de la adolescencia, una infantilización de la adultez. Por lo pronto es arriesgado aventurarse a decir si esto es una claudicación ante los desafíos de nuestro tiempo, de una sociedad del cansancio –apelando a Byul Chun Han– que sencillamente busca escudarse de la realidad que le ha tocado afrontar azarosamente mediante el dopaje de la mente, cargado de estímulos que no le permitan pensar, pues quizá a veces la realidad es atemorizante. No obstante, no sabemos si ignorarla sea una solución plausible a largo plazo.

Las inercias inicialmente mencionadas también atraviesan nuestras instituciones. Entre ellas la escuela –liberal decimonónica–, cuya finalidad histórica desde su génesis se ha orientado precisamente a formar hombres y mujeres, dotándolos no solo de habilidades y destrezas productivas, sino también –y fundamentalmente–, transmitiéndoles un conjunto de saberes que les arme intelectualmente, ofreciéndoles así la posibilidad de poder participar de los desafíos y problemas contemporáneos, en suma, de la vida en comunidad.

Por lo anteriormente expuesto, es indudable que existe una apremiante necesidad de discutir los fines de la escuela en el marco de las discusiones que tienen lugar en torno a la educación, entre otras cosas, porque a la vista están los resultados como síntoma de que hay cosas que no están marchando de manera deseable. No podemos descartar que en parte esto pueda deberse a la pérdida de primacía sufrida por el conocimiento en la escuela. Cierto es que posiblemente las respuestas que pudieran darse a este asunto escapen a los propios límites de la praxis educativa, pues hay una serie de condicionantes ajenos a la propia escuela –como el ambiente o las características socioeconómicas del alumnado–, sin embargo, esto no excluye la necesidad de abordar estos asuntos para intentar darles la mejor respuesta posible.

Con todo esto, –y permítaseme a partir de este momento hablar en primera persona– tengo la sensación de que muchas de las soluciones que estamos proponiendo son las mismas que aquel que prefiere aislarse de la vorágine de la sociedad del cansancio: chutes de dopamina y buenrollismo, más simple y barato que un abordaje profundo y estructural. Respuestas educativas de carácter meramente asistencialista, donde a veces pareciera que sobrepasados por el paisaje educativo cada vez más accidentado solo podemos conformarnos con asumir una función de guarda, custodia y entretenimiento. Y es que, no nos engañemos, de un tiempo a esta parte pareciera que muchos hemos dado por perdido el objetivo de alfabetizar culturalmente a las generaciones venideras, bien por resignación o bien por concebir los objetivos de la escuela de otro modo, sustituyendo el lugar central del conocimiento por prácticas biensonantes pero superficiales y de poco recorrido académico, otra forma de recodificación, solo que en este caso en vez de perseguir la socialización y la construcción del autoconcepto, estas resignifican la propia teleología de la educación; sus fines y objeto; eso sí, sin perder la oportunidad de proyectar hacia afuera una fachada que, muchas veces, dista muchísimo de lo que verdaderamente ocurre en las aulas, silenciando así una voz que necesariamente debe alzarse en busca de soporte institucional y social. Ya no me resulta poco habitual ver cómo desde instancias administrativas tiene lugar una suerte de nueva carrera espacial, pugnando por ver quién se hace con la última innovación educativa, quién descubre la nueva pléyade hasta entonces ignota –que nos elevará desde donde estamos a un modelo educativo que disparará no sabemos muy bien qué, pero de momento sí sabemos bien qué no: el desempeño académico– para luego transferirlas al aula a modo de proyectos de innovación, lo que en realidad suele traducirse en el cumplimiento de carga burocrática de dudosa utilidad y poco impacto observable en el aprendizaje de los estudiantes. Pero claro… hay que participar de la sociedad del espectáculo, debemos aportar evidencias –fotos susceptibles de ser “publicadas”– que nos sitúen a la cabeza de la carrera.

El estudio silencioso, la disciplina y el trabajo son elementos que, ciertamente, no se nos antojan atrayentes. Desafortunadamente, no hay atajos para alcanzar ciertos niveles de conocimiento, aun cuando, por otro lado, creo que nadie espera tener estudiantes brillantes en su totalidad, pero sí alumnos comprometidos con su aprendizaje, con la adquisición de cultura, con la expansión de sus horizontes; y, todo hay que decirlo, es ingenuo pensar que esto llegará solo con la presencia física de los estudiantes en las aulas. Se trata más bien de una cuestión de formación del carácter, de contagiar el deseo de saber, el deseo de aprender, y, si se me permite decirlo, la existencia de un maestro que acompañe al estudiante en la superación de las dificultades, que no es lo mismo que la eliminación de estas. No es justo ni apropiado responsabilizar a niños, adolescentes y jóvenes –en el caso de los adolescentes y jóvenes puede ser matizable– de las malas decisiones que los adultos tomamos –pues somos quienes elegimos qué y cómo aprenden materializándolo en un currículo–, pero estas decisiones deberían ser producto únicamente de una reflexión concienzuda que nos aleje de la escuela del espectáculo que se queda en la superficie del debate y nos acerque a unos razonamientos que terminen constituyendo las bases de una educación centrada en el conocimiento y que reclame, sin ningún tipo de complejos, todos los recursos necesarios para ofrecer una educación digna para cualquier persona.

Por último, quisiera aclarar que no pretendo establecer una dicotomía maniquea entre lo tradicional y lo novedoso –siempre que no se renuncie a la rigurosidad abriendo la puerta a las ocurrencias–. Creo que tal debate es poco fructífero y que únicamente está fracturando el cuerpo magisterial en diferentes regiones del país. Más bien, esta es una invitación a sacudirnos de las inercias, de ideas románticas que no sé si queriendo o sin querer terminan desviándonos de nuestro rol de poner el conocimiento en el centro y de devolver a la escuela ese papel tan digno que recibió en su génesis: la ilustración del pueblo, cuya continuidad en el tiempo ha hecho posible entre otros, la aparición de gran parte de las cosas de las que hoy disfrutamos y, por supuesto, el que tengamos la capacidad de interpretar y comprender el mundo de manera mucho más rica y profunda.

La escuela del espectáculo, es verdad, puede darnos una dosis extra de dopamina como respuesta a la aprobación de quienes nos observan, pero las emociones son volubles y están sujetas a las circunstancias. La transmisión del conocimiento, por su parte, aunque a veces poco vistoso, alumbra lo que antes era penumbra, multiplica las oportunidades, y, como apuntó Nuccio Ordine, es posiblemente el único acto que enriquece tanto a quien lo da como a quien lo toma.

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