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La memoria, la cultura y el conocimiento: reflexiones desde la literatura

"Si tenemos acceso a la información, ¿para qué asimilarla en nuestra mente? Pregunta a simple vista inocente, pero tremendamente perniciosa. ¿Conocemos acaso la esencia de las cosas simplemente por el hecho de poder nombrarlas? O incluso más, ¿podemos verdaderamente conocer algo sin antes interiorizarlo en nosotros?", afirma el autor.
Ricardo E. Reyes SotoLunes, 6 de noviembre de 2023
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© fran_kie

En el mundo de la literatura podemos hallar verdaderas obras de arte cuya fuerza narrativa es tal que parecieran mimetizarse con la realidad, no solo por lo cautivadora que pueda ser su trama, sino también porque, al mismo tiempo y sirviéndose de la misma, nos ofrece lecciones muy profundas y con un carácter plenamente vigente. Si a esto le sumamos la prodigiosidad con la que se adornan estos relatos, acercándonos a una experiencia en la que a cada frase leída se nos acaricia el alma, nos sobrecoge y, en un instante, nos imbuye de forma lenta y dulce en la ficción, eso que conocemos como placer estético. Es en situaciones de esta naturaleza cuando pocas dudas quedan de por qué razón se ha convenido en dar el tratamiento de clásico o canónico a este tipo de obras.

Y es que, sí; la buena literatura (ya no solo la narrativa) es una compañera de vida. Es, como dijo Descartes en su Discurso sobre el método, una oportunidad de mantener un diálogo con las mentes más preclaras que la humanidad ha conocido. No obstante, convendremos en que el hecho de que sea una obra literaria la que nos interpele, tiene algo especial en contraposición a las lecturas filosóficas o ensayísticas de las diferentes épocas; sobre todo, en tanto que parten de una ficción que parece construir un discurso axiológico casi tan sólido como el de aquellas obras que se escribieron para abordar asuntos concretos en épocas determinadas.

Ahora bien, muy frecuentemente la literatura ha puesto en el centro los grandes temas de la humanidad: el bien, la verdad, la justicia, el buen gobierno, el amor, la felicidad, la sabiduría, la amistad, la trascendencia del espíritu, entre otros muchos. La memoria y el olvido también han sido temas explorados, especialmente en el último tiempo, en tanto que nos hemos dado cuenta que las promesas de la modernidad de progreso infinito y plenitud devinieron, sin embargo, en un siglo sangriento, marcado por la violencia y la injusticia. ¿Recordamos u olvidamos? Sea una u otra la respuesta, lo que está claro es que recordaremos fijando en la memoria una serie de recuerdos determinada, o trataremos de olvidar, trayendo lo menos posible a nuestra memoria cualquier cosa que prefiramos no recordar por la razón que sea.

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La memoria no es 'nuestra' memoria, ni mucho menos 'mi memoria'. Por supuesto, esta siempre está presente en cualquier proceso cognitivo, trayendo a nuestra mente la información que haga falta para poder llevar a cabo la tarea que sea que queramos realizar, creando automatismos o hábitos, pero, de ninguna manera, generando conocimiento

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En Cien años de Soledad, Gabriel García Márquez plantea una situación que involucra la memoria y el olvido de manera mucho más crítica, y que nos ofrece, por supuesto, la posibilidad de llevar a cabo una reflexión ya no solo profunda, sino apremiantemente necesaria: la peste del insomnio había llegado, privando del sueño a los habitantes de Macondo, pero esto no era lo peor, “puesto que el cuerpo no sentía cansancio alguno”, y es que “cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia”, sus recuerdos comenzaban a desaparecer. Las cosas empeoraron, y la peste del insomnio se extendió por Macondo. El olvido iba haciendo mella, y, posiblemente, habría acabado con toda la población, de no haber sido por la idea de Aureliano, de etiquetar los objetos que utilizaba, pegando un papel en estos y escribiendo el nombre del objeto ante un eventual olvido. José Arcadio Buendía imitó el método de Aureliano, llegando incluso a colgar indicaciones en carteles que colgó en la cerviz de una vaca para no olvidar que había que ordeñarla cada mañana. Luchaban, nuestros Buendía, contra la desmemoria, y es que ya no se trataba de olvidar cuestiones cotidianas, sino del peligro de olvidar incluso todo aquello que les había permitido desarrollarse hasta entonces como una aldea en vías de seguir progresando técnicamente. La peste del insomnio los había situado en una situación completamente distinta, la de comenzar a retroceder hasta olvidarlo todo y convertirlos en bárbaros, hijos de la naturaleza, probablemente, en salvajes de Aveyron.

Pienso frecuentemente en este episodio de la obra del escritor colombiano, especialmente en tiempos como el nuestro, donde hemos claudicado con inusitada facilidad que aquello que dicen llamar “sociedad del conocimiento”, (creo que sería más apropiado llamarla sociedad de la información) nos permite tomarnos ciertas licencias. Si tenemos acceso a la información, ¿para qué asimilarla en nuestra mente? Pregunta a simple vista inocente, pero tremendamente perniciosa. ¿Conocemos acaso la esencia de las cosas simplemente por el hecho de poder nombrarlas? O incluso más, ¿podemos verdaderamente conocer algo sin antes interiorizarlo en nosotros?

La memoria no es nuestra memoria, ni mucho menos mi memoria. Por supuesto, esta siempre está presente en cualquier proceso cognitivo, trayendo a nuestra mente la información que haga falta para poder llevar a cabo la tarea que sea que queramos realizar, creando automatismos o hábitos, pero, de ninguna manera, generando conocimiento. Y es aquí donde me gustaría pasar de la literatura a la educación e interpelar desde el profundo respeto a aquellos que parecieran denostar la memoria como si, por sí mismo, esta fuese mala. Empezando por establecer una clara diferencia entre la memoria y lo memorístico.

Lo primero es una función cerebral que permite al individuo retener información que percibe por sus sentidos para ser capaz de recuperarla en el futuro. Lo segundo tiene que ver con una forma de aprendizaje en la que un individuo fija en su memoria una serie de datos e información con escasa o nula reflexión por su parte de todo aquello que está intentando asentar en su memoria. Por supuesto, esto último es una práctica poco fructífera, en tanto que quien obtiene información adopta una actitud pasiva hacia esta, lo que incluso puede implicar el no-entendimiento de aquello que se esté memorizando. Ciertamente, creo que quienes critican esta forma de aprendizaje tienen parte de razón. Memorizar sin más, difícilmente conformará un individuo crítico, capaz de comprender realidades abstractas complejas, procesos, efectos, etc. Sin embargo, ¿quiere decir esto entonces que la memoria deba ser un mal a evitar? No lo creo.

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La cultura en sí misma es memoria. Es acopio cultural. Es técnica en constante depuración. Es destreza y habilidad en perfeccionamiento. En suma, la memoria es cultura, y la cultura es conocimiento

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La cultura en sí misma es memoria. Es acopio cultural. Es técnica en constante depuración. Es destreza y habilidad en perfeccionamiento. En suma, la memoria es cultura, y la cultura es conocimiento. ¿En qué nos beneficiaría el estado de amnesia colectiva que parecemos abrazar cada vez que despreciamos la memoria y la cultura como un artefacto discursivo propio de élites déspotas? Creo, cada vez con mayor convencimiento que nuestra sociedad, deliberadamente, se ha entregado a la peste del insomnio, y que, indolente, acepta de buena gana deshacerse de todo aquel recuerdo “libresco” de su memoria, lo que está sumiéndola en una crisis moral cada vez mayor, de la que muchos nos quejamos, pero que, en ocasiones, aceptamos sin ofrecer ningún tipo de resistencia.

¿Es que acaso todo esto es un poco old-fashioned? Sí, muy probablemente sí. Y en concreto, hablando de educación, hay muchas cosas que lo son y siempre lo serán, pero el desarrollo intelectual, si se quiere, exige pagar un precio: dedicación, esfuerzo, y… por supuesto, memoria; una memoria dinámica, capaz de, poco a poco, seguir generando cultura y saber, en ese camino interminable a hombros de gigantes. La apuesta contraria a la de los Buendía y hacia la que ya nos encaminamos, (siempre bajo mi punto de vista), es una amnesia colectiva, una idiocia compartida que aunque no nos vaya a transformar en bárbaros y/o incivilizados, nos presiona a limitarnos a ser simples consumidores en un mundo vacuo, donde sus pobladores probablemente habrían preferido no perder tiempo en etiquetar los nombres de las cosas para no olvidarlas, sino, simplemente, vivir para saciar sus instintos más rudimentarios. Y es que precisamente es el odioso número de “etiquetas” que una persona conozca, la que le ofrece la oportunidad de ser capaz de juzgar su entorno de manera más compleja y precisa.

Aquí la escuela tiene un papel fundamental, que, sin embargo, ya sea por complejos (el de la memoria es una de ellos), o por una falsa sensación de adaptarse a los tiempos materializada en una obsesión por la innovación está perdiendo a gran velocidad. Atravesado este umbral, espero poder ser un Buendía, que no deje que el olvido gane terreno a la memoria, que no deje de escribir cultura, saber y conocimiento en cuantas etiquetas haga falta, puesto que tengo la plena convicción de que el conocimiento es poderoso y que su circulación dignifica tanto a quien lo preserva, así como a quien lo disemina y a quien lo recibe.

Ricardo E. Reyes Soto es maestro de Primaria e investigador en formación.
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