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Calcuta fue el punto de partida; el de llegada, el mundo entero

Una diminuta figura, vestida con sayos
blancos ribeteados en azul, pasea por las calles de Calcuta. Sus ojos transmiten la fuerza de quien se sabe llamada a “servir a los más pobres de entre los pobres”.
Miércoles, 22 de octubre de 2003
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Hoy, la Madre Teresa ya no pasea por Calcuta ni por el Bronx ni por Reykjavík. Pero allá donde hay un pobre, siempre está ella, siempre está su recuerdo. Juan Pablo II acaba de beatificar a Agnes Gonxha Bojalixure, esta mujer que se definía de la siguiente manera: “He nacido en Albania. Ahora soy una ciudadana de la India. También soy una monja católica. En mi trabajo pertenezco a todo el mundo. Pero en mi corazón sólo pertenezco a Cristo”.

Enfermos de SIDA, leprosos, moribundos, niños abandonados, mujeres maltratadas, tuberculosos… Todos y cada uno de ellos tuvieron un hueco en el pensamiento y en el corazón de Madre Teresa y de las monjas que ahora siguen con su labor. El respeto de la dignidad humana siempre fue uno de los planteamientos de fondo en el desarrollo de su trabajo. Y de la dignidad del no nacido; de hecho, siempre se mostró decididamente en contra del aborto: “Si no queréis esos bebés, yo sí los quiero. Traédmelos a mí”, solía decir.

Cuando en 1950 la Madre Teresa fundó la congregación de las Misioneras de la Caridad, tenía muy claro que lo que a ella le interesaba era atender individualmente a cada persona que se acercara a sus casas. Y, como ella afirmó en muchas ocasiones, el hambre de los pobres no es sólo de pan; su hambre es también de amor. La mayoría de las personas “que no cuentan” y que son atendidas en las casas de las Misioneras de la Caridad son gente abandonada, echada de un mundo al que parece que no tienen derecho a pertenecer. La Madre Teresa les sirvió y les amó durante toda su vida, hasta el dolor: “¿Alguna vez han experimentado el gozo de amar dando hasta que duela?”.

La fundadora de las Misioneras de la Caridad también habló de paz; era una de sus preocupaciones, y unida a ella, la familia. “La paz y la guerra empiezan en el hogar. Si de verdad queremos que haya paz en el mundo, empecemos por amarnos unos a otros en el seno de nuestras propias familias. Si queremos sembrar alegría en derredor nuestro, precisamos que toda familia viva feliz”. El mundo reconoce su labor, y en 1979 se le concede el Premio Nobel de la Paz. Con la elegancia que caracterizaba su personalidad, consiguió que los organizadores de la ceremonia de entrega de los Nobel renunciasen a la tradicional recepción y le entregaran el dinero ahorrado para sus casas.

Las cifras hablan por sí solas: 710 casas en 132 países y casi 4.700 religiosas es el legado que dejó la Madre Teresa. Y esto, sin contar las miles de personas que viven gracias a ella, que mueren sabiéndose queridas por alguien o que han sido rescatadas de los infiernos de este mundo.

La Madre Teresa dijo una vez: “Tengo que dejar el convento y ayudar a los pobres viviendo entre ellos. Oigo la llamada a abandonarlo todo y seguir a Cristo en las chabolas, a fin de servirle entre los más pobres de los pobres. Es su voluntad y debo cumplirla”. Y vaya si la cumplió.

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