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Una ley necesaria

Juan Francisco Martín del Castillo
Doctor en Historia y profesor de Filosofía
9 de marzo de 2021
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© JOSEFMIC

En estos momentos, el parlamento andaluz está debatiendo el proyecto de Ley de Reconocimiento de la Autoridad del Profesorado, una normativa legítima y necesaria. Por ejemplo, aquí, en Canarias, y para que se compare, se perdió una magnífica oportunidad de refrendar y fortalecer la figura y la dignidad del docente en la vigente Ley de Educación, algo que urgía en el tiempo de su redacción y que, con el paso de los años y los sucesivos y alarmantes informes del Defensor del Profesor, todavía se echa en falta. Por ello, hay que dar la bienvenida a la futura disposición de los andaluces.

Por desgracia, parece que la autoridad del funcionario docente, en la realización de su importante tarea profesional, depende casi por completo de la ideología de los gobernantes, cuando, muy al contrario, debería ser un punto sobre el cual habría de recabarse un completo acuerdo institucional. Y esto es así por dos razones: la primera, a la que siempre vuelvo en mis colaboraciones sobre el particular, se fundamenta en el relativismo moral de las opciones de izquierda, en la creencia de que no es necesaria ninguna pauta general sobre las conductas de los alumnos, como si por el mero de existir ya se les estuviera condenando de algún modo. Una segunda, derivada de la anterior, es la que defiende otra variedad especial de relativismo, en este caso, el pedagógico, que asume abiertamente el “todo vale” en la esfera educativa, aun a riesgo de engañar a los estudiantes y convertirlos ulteriormente en seres dependientes, un fenómeno al que denomino “paternalismo educativo”.

Tanto una como la otra están detrás de la negativa de los partidos que rechazan la promulgación de este tipo de leyes. Sin embargo, la necesidad de una ley que ampare y proteja al docente es, a todas luces, evidente, si uno es capaz de dejar a un lado lo ideológico y partidista. Esta es la cuestión sobre la que bascula el problema de base, el apartar la visión particular y asumir el convencimiento general. En cierta manera, se trata de fijar el contrato social por el cual, tanto alumnos como padres y por supuesto los profesores, han de guiarse. Asignar tareas, deberes y responsabilidades y, por qué no decirlo, sanciones a todas aquellas conductas que pongan en riesgo la labor del profesor o el maestro, en el ámbito de sus funciones, para que haya claridad, transparencia y, cómo no, justicia con el trabajo de los profesionales.

No vaya a ocurrir, como en la novela de Miguel Ángel Asturias, El Señor Presidente, que “el responsable sea el irresponsable”, y quedemos todos los profesores como los “idiotas” de la situación. Cada uno debe conocer sus obligaciones, y no sólo las personales o académicas, sino incluso las morales y normativas. La época de incertidumbre que se vive, desde hace décadas en el sector de la Educación, ha provocado que la autoridad del docente se haya visto mermada hasta cotas increíbles. Por lo tanto, la urgencia de definir, concretar y materializar las reglas del juego es más que un clamor gremial, un deber del legislador.

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