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Tesoros escolares

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A la hora de analizar cualquier aspecto de la realidad es un peligro acuciante extrapolar los propios pensamientos y actitudes al sentir común y general. Bajo el ropaje de la solemni-dad dos amenazas acechan: decir las obviedades más insulsas o la complejidad más rocambolesca. Y aquí, como en cualquier otra esfera, la buena predisposición no asegura acertar en la diana.

A la postre terminamos contando la feria como en ella nos ha ido, un tipo de sesgo que no siempre controlamos y que obtura perspectivas orilladas por pereza intelectual. Conviene tener en cuenta que gran parte de lo que hacemos es intercambiable y prescindible y que entraña una renuncia, la frustración de los itinerarios excluidos. Desaprender supone un balance cruento inevitable, una tarea no exenta de sinsabores y de ahí el recurrente y cómodo refugio de la equidistancia.

Tras dos años de excepcionalidad educativa debido a la pandemia, observamos en las aulas los primeros efectos centrados en un malestar difuso que emerge en síntomas diversos pero donde la queja y la inquietud de los alumnos y familias –la desconfianza al cabo– constituyen las puntas del icerberg más palpables y evidentes.

El confinamiento y la alteración general de las rutinas ya de por sí deshilachadas anteriormente, han removido y limitado nuestros instintos de adaptación. Los impulsos innatos de placer –dicho en términos freudianos– se han visto superados por una realidad aumentada que ha constreñido los movimientos y los deseos. En favor de la seguridad hemos renunciado a necesidades básicas de libertad. La epidemia, que remite a causas naturales, ha sido abordada gracias a decisiones y medios científicos –culturales– pero que originan un malestar paralelo al desarrollo de la civilización moderna y tecnológica.

Esta sensación de final de ciclo abre la puerta no sólo a la nostalgia –la escuela tradicional– sino al dominio de las interpretaciones sobre una realidad desconocida en construcción. No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa, decía Ortega. La mayoría de los actuales métodos de innovación educativa conforman una mezcolanza de ideas y teorías pedagógicas ya recogidas por el movimiento Escuela Nueva hace más de un siglo, apariencias barrocas diseñadas hoy a la defensiva como representaciones que urge desvelar para alzarse sobre la servidumbre emocional y no sucumbir ante el éxito vacío.

Esta sensación de final de ciclo abre la puerta no sólo a la nostalgia –la escuela tradicional– sino al dominio de las interpretaciones sobre una realidad desconocida en construcción

La obra cumbre de la literatura en castellano es precisamente fruto del desapego de la ambición y el hartazgo de las imposturas. La intención de Cervantes al escribir El Quijote no fue tanto la crítica sarcástica de las novelas de caballería –libros de evasión de la época ya por entonces desfasados– como la alianza que compromete al arte con la realidad, el juego irónico de quien ha aprendido a vivir sin la máscara del miedo ni los laberintos obsecuentes de la meritocracia.

Una vez se asume el mantra sistémico según el cual el triunfo y el fracaso se explican en términos de estricto merecimiento individual, la desigualdad desaparece inadvertida ante un Big Bang curricular cuyas directrices y programas fragmentados se expanden y dan lugar a proyectos y planes de estudio en los que las diferencias formativas ahondan el anclaje social escaso de oportunidades. Hace tiempo que la escuela dejó de ser eje vertebrador de cohesión y control democrático.

Y así, entre los miembros de la comunidad educativa la suspicacia corre paralela al menoscabo de la autoridad docente y al descrédito del conocimiento. Una vez inutilizado el ascensor social, el saber y la cultura advienen en postura estética tan anacrónica como la figura del Triste Caballero a ojos de mercaderes, duques y gañanes, sobre todo si no trae aparejado un estatus social y económico amortizable.

Lo explica bien el profesor Pascual Gil en hilo reciente en Twitter: “¿Sabéis lo que nos une en estos tiempos en los que confundimos información y conocimiento, identidad con in-dividualismo o autoridad con autoritarismo? Nos une que dos y dos son cuatro, que la blanca equivale a dos tiempos en una partitura. Nos une la Revolución Francesa o el movimiento obrero (…). Nos une que un verbo copulativo da lugar a un predicado nominal. Nos une considerar las aventuras de ese loco hidalgo desfacedor de entuertos una obra maestra de valor incalculable. Dicho de otro modo, nos unen las Matemáticas, la Historia, la Geografía, la Música, la Biología, la Química o la Lengua. Nos une lo que siempre ha es-tado en el aula: conocimientos científicos y humanísticos”.

El actor norteamericano Danny DeVito, a su paso por la capital en 2001 y en referencia a las múltiples excavaciones por obras, afirmó aquello de que Madrid era una ciudad preciosa pero que lo sería aún más cuando encontrase el tesoro. De la Educación española se podría decir algo parecido. Socavada por ocho leyes educativas desde la Transición, no parece hallar lo que busca, lo que siempre ha estado en el aula y que el formalismo pedagógico impide ver: la lectura, la escritura, el estudio y el pensamiento.

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