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Mi experiencia como integradora social en aula de apoyo TGD

Cuando la Federación de Salud Mental Madrid convocó su concurso literario anual con el tema de la salud mental en la infancia y juventud, sentí que este podía ser un foro para hablar de las consecuencias que el descuido y la improvisación en la organización educativa pueden tener en cada niña y niño.
Eva Bastida VicarioJueves, 27 de julio de 2023
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Según Unicef, España es el país europeo en el que los adolescentes sufren más problemas de salud mental | Adobe Stock

Trabajé como integradora social de un centro de escolarización preferente para alumnado con Trastornos Generalizados del Desarrollo desde el curso 2017- 18 hasta que renuncié a mi puesto de trabajo al finalizar la Navidad de 2021. Fui contratada a través de la segunda bolsa de empleo abierta por la Comunidad de Madrid para integradores sociales. La primera comenzó a funcionar en 2008. A día de hoy más de 800 centros educativos, de Infantil, Primaria y Secundaria cuentan con un técnico especialista III en Integración Social para apoyo de niños con autismo o trastornos de conducta.

El cole estaba situado en un barrio nuevo. Me sorprendió el tamaño, cinco líneas por curso, la cantidad de estímulos auditivos y visuales y que el colegio crecía al compás de los alumnos, o sea, que estaba continuamente envuelto en ruidosas y polvorientas obras. En tres de los cuatro cursos que estuve los alumnos de Infantil no contaron con aula de psicomotricidad. Desde mi punto de vista era un entorno difícil para fomentar el aprendizaje y la convivencia.

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Desde mi punto de vista era un entorno difícil para fomentar el aprendizaje y la convivencia

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La segunda dificultad fue la inexperiencia. La mía y la del equipo docente. Por mi parte, llegué al colegio mitad ilusionada por la oportunidad y mitad asustada. A pesar de que estaba entre los primeros 200 números de la bolsa, no sé muy bien con qué criterios fui elegida. No tenía experiencia en trabajar con menores ni tampoco con personas con autismo. Aun así, trabajé con entusiasmo, lo viví como una oportunidad, sabiendo la suerte que era, especialmente en comparación con el vía crucis que las maestras pasan para empezar a trabajar.

El enfoque se convirtió en un laberinto para los alumnos. Todos ellos eran de Infantil. Tenían demasiados referentes adultos, además de dos aulas, exceso de ayudas visuales y exceso de información. El horario muy apretado con énfasis en los aprendizajes escolares, sin tiempo para la adquisición de competencias de autonomía personal y mucha preocupación por las conductas disruptivas sin dedicar espacio a pensar en lo que mejor vendría a los niños.

Fueron pasando los cursos y los problemas en vez de solucionarse se agravaban y cuanta más tensión se creaba más resistencia a hacer pequeñas variaciones. La gota que colmó el vaso para mí, lo que provocó mi renuncia, fue el Programa de Patios. El programa se crea para ayudar a los alumnos a crear estrategias que faciliten su interacción con iguales, para facilitarles recursos de ocio y tiempo libre y fomentar un clima de convivencia que evite el acoso escolar. Desde mi punto de vista, este objetivo derivó a la organización de unos juegos estandarizados que estaban por encima de la capacidad de comprensión de los alumnos con TGD, donde los niños eran obligados a participar en actividades que no elegían y con compañeros que desconocían.

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El horario era muy apretado con énfasis en los aprendizajes escolares, sin tiempo para la adquisición de competencias de autonomía personal y mucha preocupación por las conductas disruptivas sin dedicar espacio a pensar en lo que mejor vendría a los niños

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Mi experiencia profesional previa y posterior al cole se desarrolla con adultos en rehabilitación psicosocial. La rehabilitación psicosocial es el conjunto de intervenciones cuyo objetivo es ayudar a la persona con enfermedad mental grave a recuperar o adquirir las capacidades y habilidades necesarias para el desarrollo de una vida cotidiana en comunidad de la manera más autónoma y digna. La autonomía y dignidad pasa porque las personas recobren el poder de decisión que durante años han depositado en otras personas.

Durante mis 17 años de experiencia me he encontrado con adultos que piden permiso para ir al baño, salir de casa, buscar trabajo, irse de vacaciones e incluso para votar. Son personas que tienen invalidez en su toma de decisiones y en la definición de sí mismos. Por eso no pude más que rebelarme a lo que me parecía una intervención que provocaba perjuicios a corto y largo plazo. Un día empecé a pensar: “Estos son los futuros usuarios de rehabilitación psicosocial” y entonces me tuve que ir.

Por todo esto. escribí el relato que pueden leer a continuación. Cuando la Federación de Salud Mental Madrid convocó su concurso literario anual con el tema de la salud mental en la infancia y juventud, sentí que este podía ser un foro para hablar de las consecuencias que el descuido y la improvisación en la organización educativa pueden tener en cada niña y niño y una explicación, a la que hay que sumar otras circunstancias de por qué, según los datos publicados por Unicef en 2019, España es el país europeo en el que los adolescentes sufren mayores problemas de salud mental.

"Lo que quiero contar"

A menudo me imagino a mí misma hablando en público. Elaboro mentalmente mi discurso, oigo mi voz segura y con energía y hasta puedo sentir el interés que despierto en el auditorio. Lo noto por un pequeño revuelo de sorpresa o un sutil gesto de asentimiento. Mi público son las madres y los padres de los niños del cole donde trabajo. Los imagino sentados en las sillitas del aula. Las rodillas del padre de primera fila sobresaliendo del pupitre.

El contenido de mi discurso varía. Unas veces me gustaría contarles la emoción que siento cuando estoy con la maestra en la asamblea de Infantil. Me provoca mucha admiración. Escucha a cada criatura con la misma seriedad que le concedería al presidente del Gobierno. Ellos cuentan lo que ha pasado en el patio o lo que han hecho el fin de semana con sus papás. Sus palabras son tan sinceras, claras y transparentes que solo un adulto muy maduro podría replicarlas. Ella les escucha con un exagerado gesto afirmativo en sus labios, una mirada atenta y extensa a todo el grupo. Cada niña y cada niño se adapta a como es mirada y escuchada. La mirada de esa maestra humaniza a la infancia.

Por contraste, me gustaría hablar ahora del ruido al que estamos expuestos desde la mañana a la tarde. En primer lugar, las vibraciones de las máquinas que construyen la ampliación del colegio. A eso se suma la música atronadora que avisa que comienza el día, el cambio de hora o que debemos salir al patio.

Les pido que se imaginen bajitos como sus hijos dentro de una galería del cole, rodeados de gigantes de 5º y 6º de Primaria. Es como andar por un pasillo del metro poblado por una marabunta de gigantes gritones y descamisados que salen como toros al redil. Y de esa imagen de los toros pasaría a preguntarles: ¿Por qué en este país se habla del maltrato animal en macrogranjas y no se habla de las macroescuelas? En mi cole hay 950 pollitos con una proporción muy pequeña de cuidadores. Cuidadores que tienen la obligación de engordar conocimientos, pero en ningún lugar está escrito que deban ejercer la crianza.

Ahora me veo de nuevo a mí misma y ya empiezo a estar despeinada. Intento mantener el tono de voz pero en realidad me gustaría gritarles si ninguno se ha dado cuenta de las malas condiciones de nuestro escaso patio. Un lugar inhóspito con pistas de cemento agrietadas y árboles escuálidos. Un lugar donde en verano nos abrasamos y permanentemente estamos deslumbrados.

Les voy a contar una anécdota. Recuerdo un día, después de las vacaciones de Navidad, cuando las grietas de cemento del patio estaban encharcadas y había mucha bruma. Ese día escuché las risas de Darío y Miguel, dos piratillas rubios de esos que nunca se quedan sin las diez Motofeber de la dotación del patio.

—Juan, quítate los zapatos.

Juan se ríe y se quita los zapatos. La baba, que no sabe controlar, sale como un río sobre su anorak.

—Ahora métete en el charco.

Juan salta descalzo al agua. Patalea hasta que le moja por encima de las rodillas. No tiene frío. Está encantado de que los mayores, los de cinco años, jueguen con él y le hagan caso.

—Vamos, Juan, pisa fuerte.

Darío y Miguel disfrutando del poder que ejercen sobre uno que no les va a acusar de nada. Los otros enanos también ven la jugada cuchicheando como adultos en miniatura. Se acerca una profe, no es la misma de la que he hablado antes.

—Juan, ¿qué haces?

Juan levanta la cabeza. Su risa está desbocada. La baba moja el anorak, el babi, el jersey, la camiseta y la piel.

—Le hemos dicho que no podía hacer eso— dice Darío.

El gran coro asiente. La profe coge a Juan con una mano con cuidado de no mancharse de saliva. En la otra lleva los zapatos. En sus ojos y en sus hombros se confunde la sobrecarga, la indiferencia y el cansancio.

—¿Cómo sigo? Voy demasiado fuerte, ¿verdad?

El silencio inunda al auditorio. El asombro todavía no ha dado paso a la indignación. Noto que algunos no quieren escuchar. Distingo a las madres y padres de Juan, Darío, Miguel. No he usado sus nombres reales. Ellos no saben de quién estoy hablando. No saben si sus hijos son víctimas o verdugos. Son unos pequeñitos, casi bebés, que saben portarse de otra manera si ellos están delante. ¿Lanzo ahora mis preguntas? Las preguntas que me inundan la cabeza desde que empecé a trabajar aquí. ¿También a los cinco años el triunfo se consigue a expensas de los perdedores? ¿Estamos condenados al conflicto tribal, a la vida sin paz, al horror por la conducta humana?

Pierdo su interés porque no se sienten atraídos por preguntas trascendentes. Ellos quieren saber de sus hijos. Sigo entonces contando. Recuerdo otra asamblea, una tercera maestra esta vez con mirada de reproche. Veo como otra niña, Celia, abre los ojos y casi puedo oír como traga saliva. Estoy segura de que la maestra ha visto su polo grisáceo descolorido por mezclar en la lavadora jabón barato y la ropa blanca con la oscura. Oigo el rumor jocoso de los compañeros. Y entonces veo a Celia de otra manera. Es otra. Una muñeca construida con piezas de Lego que arman sus brazos y sus piernas. Piezas descoloridas como su polo. Sus pies están resquebrajados, no parecen de plástico sino de barro. Alrededor flota una sustancia extraña formada de partículas de confianza vaporizada que no ha llegado a existir. Marcho al pasillo de Primaria y veo otros ojos.

Aburridos, resignados. Cruzando a casa con la mochila de desesperanza. Veo a una niña puesta en una peana. Me deslumbra su enorme belleza, sus pestañas largas, la suavidad de su piel. Sus ojos vacíos ante mí, ante todos, su aislamiento, su incomunicación. Es una niña desvalida, sometida a la comparación constante, expuesta a los ojos adultos de la lástima o la sobreprotección. Ya estoy desatada y quiero gritar que el modelo dominante de enseñanza, como las Olimpiadas o la selva, no permite el éxito de todos los participantes, si no solo de aquellos mejor dotados. Quiero gritar también que legitimamos con la rigidez de nuestras facciones la discriminación en función del nivel de maduración, las habilidades motrices, la belleza corporal, las inhibiciones o la tipología de las emociones que los niños muestran

Solo me falta desinhibirme del todo. Rasgarme las vestiduras, soltarme los rizos y montar a caballo como Juana de Arco o una heroína del Romanticismo inglés. Gritar y gritarles de verdad. ¡Vamos! Se nos ha acabado el tiempo. En cinco años tu hija es una adolescente de hombros cargados. En diez tu hijo tendrá un curriculum lleno de desánimo. Tenemos que darles oportunidades. ¡Vamos! ¡Vamos! ¿A dónde? En este punto mi discurso se agota. No sé qué podemos hacer. Me quiero dejar llevar. La apatía me invade y ya no quiero enfrentarme. Estoy escondida en mi rutina, atascada en la autopista, enganchada al WhatsApp mientras espero el fin de semana, el puente, las vacaciones de Navidad y las de verano. Así al menos podré levantarme más tarde.

Me llega una nueva imagen. Soy un avestruz con la cabeza escondida tras un cojín. Sigo sin poder parar de pensar. Debe ser que no me he puesto anestesia suficiente. Eso me permite hallar un hilo de esperanza.

Quiero contar a quien me quiera escuchar que prácticamente todas las personas diagnosticadas de enfermedad mental han sufrido acoso escolar. Quiero contar que, de este dato objetivo, aunque sin cifras que lo certifiquen, podría surgir un cambio en las creencias y un movimiento social que promoviera una escuela más pequeña, más humana, con equipos de trabajo interdisciplinares, donde las familias tengan su papel y los polluelos su espacio seguro para crecer en el nido amoroso que necesitan.

  • Este relato obtuvo el segundo premio en la octava edición de los Premios UMASAM, de la Federación Salud Mental Madrid, el día 11 de mayo de 2023
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