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Carlos Javier González Serrano: "Tener las aulas llenas de pantallas que nos expropian de nuestra atención no es progreso"

En esta larga entrevista, el profesor de Filosofía responde a todas las cuestiones que le hemos planteado previamente por correo electrónico, invitándonos a reflexionar sobre nuestras existencias. Poco más que añadir.
Saray MarquésMiércoles, 16 de agosto de 2023
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Profesor de Filosofía, Psicología y Literatura y orientador en Bachillerato, Carlos Javier González Serrano es también director de proyectos culturales, director del programa A la luz del pensar (RNE), director Científico del Café del Observatorio Social de la Fundación La Caixa, presidente de la Sociedad de Estudios en Español sobre Schopenhauer, embajador de la Internationale Philipp Mainländer-Gesellschaft y miembro del Comité Directivo de la Sociedad Iberoamericana de Estudios sobre Pesimismo. Pero es, ante todo, un «espíritu libre».

Adultos y pantallas: ¿Es un problema que el ‘scroll’ se haya convertido en deporte nacional? 
–El problema no son las pantallas en sí mismas ni la tecnología digital, sino lo que nos dejamos hacer por ellas. Hemos consentido que los ritmos de la esfera digital se introduzcan silenciosamente en nuestros hábitos y costumbres, de manera que adoptamos la rapidez, la automatización y la gratificación inmediata como patrones propios de la vida real. Con ello, nuestra paciencia cognitiva se reduce drásticamente, por lo que numerosos procesos que necesitan de un tiempo distinto al del propio del entorno digital quieren llevarse a cabo más prematura y aceleradamente: la amistad, el amor, la lectura o el paseo no se dejan domeñar por la lógica de lo digital, demandan de nosotros tiempos y ritmos distintos. El tiempo de la vida no es el tiempo de lo digital ni puede acomodarse a él.

Ya escribió María Zambrano que la mayor de las tiranías es la de tener que encajar nuestro tiempo al de otro individuo; de igual manera que la vida de cada sujeto transita por veredas de sentido distintas y se desarrolla mediante eslabones cronológicamente diferentes, la vida real y el entorno digital no contemplan cadencias similares. Ahora bien, debemos tener en cuenta que somos nosotros quienes permitimos que estas voraces dinámicas tomen carta de naturaleza en nuestro vivir cotidiano. Somos nosotros quienes, a través de nuestros gestos y acciones cotidianos, deciden convertirse en esclavos voluntarios. Por eso debemos educar en la dilatación de los tiempos, en una pedagogía de nuestro deseo, y llegar a comprender que la distancia que media entre la aparición de un anhelo y su satisfacción no puede satisfacerse a gusto de cada individuo, quien considera –gracias al aparataje publicitario que nos bombardea de continuo– que la vida es un producto de consumo destinado para su exclusivo goce y para alcanzar la felicidad.

Las pantallas sólo nos roban lo que nosotros queramos que nos roben; queda siempre a nuestra discreción la posibilidad de convertirnos en zombis digitales enganchados a una corriente continua de hiperestimulación y malsana y vacua gratificación. Si somos conscientes de que no estamos haciendo algo bien, o de que estamos empleando nuestro tiempo en actividades vacías e intrascendentes, también podemos hacernos conscientes de la necesidad de reconquistar nuestra atención y nuestro deseo: la clave reside en transmitir –y asimilar– el ahínco por reflexionar sobre aquello que hacemos para poder decidir libremente cómo y por qué queremos hacer lo que hacemos, sin caer avasallados y exhaustos por las demandas de la esfera digital.

¿Es mayor el coste de oportunidad con los niños? Los niños y adolescentes están perdiendo ante las pantallas un tiempo que quizá podrían estar empleando en otros menesteres más provechosos para su edad.
–Creo que no debemos plantearlo en términos de pérdidas o de ganancias; esta argumentación nos devuelve a la lógica productivista que justamente pretendo denunciar y cuestionar. No se trata del tiempo que “perdemos” (el lenguaje economicista ha invadido toda nuestra vida), sino de lo que dejamos de hacer cuando estamos delante de las pantallas. Ese es el meollo del asunto. No se trata de un coste de oportunidad cualquiera: nos jugamos nada menos que el valor y la apropiación de nuestra voluntad.

Cuando trato estos temas con mis estudiantes, les pregunto si creen que son dueños de sus deseos, de aquello que quieren y por lo que suspiran. Casi siempre llegan a la conclusión, con independencia de la edad que tengan, de que todo cuanto desean está sujeto a las impresiones sensibles que reciben en redes sociales o a través de la publicidad en cualquiera de sus formas.

No es cuestión de saber qué queremos, sino también y sobre todo de pensar si podemos averiguar cuál es el origen de nuestro deseo, qué nos lleva a anhelar según qué cosas. Incluso la felicidad se ha convertido en un producto de consumo, y los mismos chavales piensan, en muchas ocasiones, que adquiriendo el móvil más caro o teniendo el coche más ostentoso podrían obtener la plenitud. Cuando caen en la cuenta de que un objeto no puede llenar su deseo, llega entonces la frustración y, con ella, numerosos trastornos emocionales, como la anhedonia, la distimia, la depresión o trastornos ansioso depresivos, así como una extenuación constante por no poder ver satisfechos sus deseos de manera constante.

Por eso es tan importante hacerles ver que los procesos vitales no se acomodan a los tiempos de la esfera digital, que se rige por un leve toque del pulgar en una pantalla en la que se ve lo que uno desea a cada momento. El peligro no es la propia pantalla, sino el funcionamiento que se esconde tras ella y el llamado brain hacking, es decir, el remodelado de conducta que estas dinámicas crean en nuestros circuitos neurales, que se acostumbran a la rapidez y a la constante gratificación. El auténtico problema es que, en el caso de las pantallas, a diferencia de otras drogas químicas, no existe una “dosis” suficiente para aliviar nuestro deseo de permanente estimulación. La dosis es, justamente, permanecer constantemente enganchados. Por tanto, la educación, en casa y en colegios e institutos, ha de cifrarse en reconquistar nuestra atención y la direccionalidad de nuestro deseo.

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El peligro no es la propia pantalla, sino el funcionamiento que se esconde tras ella y el llamado 'brain hacking', es decir, el remodelado de conducta que estas dinámicas crean en nuestros circuitos neurales, que se acostumbran a la rapidez y a la constante gratificación

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¿Qué le parece el control que China va a ejercer sobre el uso de móviles y dispositivos conectados a internet de niños y jóvenes?
–No soy partidario de prohibiciones estatales que, además, atentan contra la libre disposición de los usuarios de hacer con su tiempo lo que desean siempre y cuando no se trate de actividades delictivas o perjudiciales para otros ciudadanos. Ahora bien, sí es cierto que los gobiernos, en lugar de actuar en descarada connivencia con los grandes imperios económicos, deberían desarrollar actividades pedagógicas y formativas que alertaran sin tapujos de los peligros de un uso abusivo del entorno digital.

Como digo, lo peligroso no es la tecnología, sino su uso y abuso, que nunca es neutral. La tecnología digital no nos hace más libres; al contrario, la esfera digital dirige nuestra conducta y coarta nuestras posibilidades existenciales. Vemos, sentimos y percibimos el mundo a través de una pantalla, que nos muestra, generalmente, lo que queremos ver, sentir y percibir. Este es el punto del que debemos ser conscientes y sobre el que debemos hacer hincapié a la hora de plantear los itinerarios académicos y educativos: la normalización del uso de la tecnología en nuestra vida introduce ciertos patrones que hemos normativizado, como la automatización de los procesos, la gratificación constante y la rapidez en la estimulación.

Las pantallas son cajas de resonancia en la que, a través de inteligencia artificial y complejos algoritmos, nos encontramos constantemente con la versión de nosotros que queremos ser y con el mundo que deseamos y anhelamos. Nos enfrentamos, por tanto, a la imposibilidad de que surja la disidencia, el disenso o el cuestionamiento, puesto que “todo fluye”, no existen inconveniencias, todo aparece tal y como deseamos que aparezca. Sin disidencia, disenso y cuestionamiento no hay cabida para caer en la cuenta de que nuestra atención y nuestro deseo nos han sido expropiados en beneficio de diversos intereses económicos y políticos.

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Sin disidencia, disenso y cuestionamiento no hay cabida para caer en la cuenta de que nuestra atención y nuestro deseo nos han sido expropiados en beneficio de diversos intereses económicos y políticos

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En España seis entidades han promovido un pacto de estado para proteger a los menores frente a internet y las redes sociales, ¿le parece un paso en la buena dirección?
–Es complejo llevar a cabo directrices generales sobre el uso de la tecnología, sobre todo cuando tiene que ver con nuestro mundo privado, con lo que hacemos en el supuesto ejercicio de nuestra libertad. Por ello, más allá de marcos anodinos e inoperantes y de políticas preventivas buenistas, las acciones deberían estar destinadas a concienciar de primera mano en centros educativos a familias, niños y adolescentes, con un profesorado implicado en una labor humanista que tenga como cometido principal el desarrollo de la autonomía intelectual y de la independencia emocional en nuestros estudiantes, sometidos a una agotadora corriente de hiperestimulación.

Por eso también es relevante, al tratarse de nuestro universo privado, salir a la plaza pública y crear grupos de concienciación en los que los propios jóvenes compartan sus experiencias e intercambien palabras sobre una experiencia que a ellos mismos les preocupa. Saben muy bien el tiempo que pasan delante de las pantallas y lo que les cuesta mantener su atención de manera prolongada en actividades que no les procuren una gratificación constante e inmediata. Como adultos, debemos poner las condiciones más proclives para que puedan hablar entre ellos, bajo el acompañamiento (que no supervisión) adulta para poder plantear asuntos y temas que les intranquilizan y alarman.

Para ello también sería útil reconocer al profesorado como autoridad pública a nivel estatal, para recuperar así una respetabilidad que ha perdido con la progresiva pantallización y digitalización de la educación. Pasamos muchas horas con las futuras generaciones, más incluso que las propias familias, y sobre nuestro trabajo recae una gran parte de responsabilidad civil, ya sea en centros públicos, concertados o privados: la labor del docente no es sólo, al menos yo lo veo así, la de enseñar, sino también y sobre todo la de educar y, primeramente, acompañar. El progreso en educación no es la introducción de la tecnología en las aulas, sino contar con profesorado comprometido con la formación de un juicio crítico, autónomo y responsable de sus estudiantes.

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El progreso en educación no es la introducción de la tecnología en las aulas, sino contar con profesorado comprometido con la formación de un juicio crítico, autónomo y responsable de sus estudiantes

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¿Qué nos han hecho perder sobre todo las pantallas y la sobreestimulación continua a la que nos exponen?
–Baltasar Gracián denunció ya en pleno siglo XVII, en El Criticón, que “comúnmente fáltanos la admiración”, porque nos hemos habituado a todo. Nada nos causa sorpresa ni asombro; y sin asombro no podemos abrirnos al mundo con curiosidad, con los ojos en pasmo, como escribió Ortega y Gasset.

La mirada, en este punto, es fundamental. Lo expuso Susan Sontag en una obra fundamental, Ante el dolor de los demás (2003): nos hemos acostumbrado a presenciar la realidad como asépticos espectadores que, piensan, no pueden hacer nada para cambiarla.

Por eso es tan peligrosa la depauperación que sufren constantemente en educación las ciencias de base y las humanidades, en detrimento de asignaturas como “emprendimiento” o “creación de empresas”, o más aún, como “gestión emocional”. Nos exigen constantemente adaptarnos y nos empujan a gestionarnos emocionalmente sin que tengamos la posibilidad de preguntarnos por qué y a qué debemos adaptarnos y por qué tenemos que gestionarnos emocionalmente en un mundo en el que lo normal es enfermar psicológica o físicamente para poder seguir los ritmos exigidos.

Nuestras cadencias vitales, desbocadas y atrapadas en la dinámica digital, han normativizado ciertos malestares con los que convivimos a fuerza de sobrevivir. La pérdida de nuestra atención, y paralelamente el extravío de la capacidad para distraernos (es decir, para retirar el foco atencional de donde lo tenemos puesto), nos ha convertido en marionetas que se mueven al socaire de los continuos estímulos que las asaltan.

Nos hemos transformado voluntariamente en ratas skinnearianas que sólo reaccionan, pero que no actúan: hemos olvidado decidir, elegir libremente, porque todo se nos da hecho en una corriente que fluye, paradójicamente, en un mundo voluble y zozobrante al que debemos acostumbrarnos con independencia de nuestras condiciones socioeconómicas o psicológicas. Con ello, se precariza nuestro aparataje emocional y cognitivo, que queda continuamente expuesto a las demandas del sistema productivo bajo la forma de la publicidad y del direccionamiento de nuestra conducta mediante la lógica algorítmica. Por tanto, la atención es una potencia política, en tanto que nos reapropia de nuestra capacidad atencional y logra que podamos distraernos del absorbente imperio de las pantallas y de su seductora lógica del multitasking, rapidez y gratificación permanente.

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Nos hemos transformado voluntariamente en ratas skinnearianas que sólo reaccionan, pero que no actúan

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¿Deben estar presentes las pantallas en la escuela de alguna manera?
–Seré tajante: a mi juicio, las aulas deben ser un lugar limpio de pantallas en su normal desarrollo, salvo que se empleen, en exclusiva, para fines pedagógicos y siempre bajo la guía del profesorado.

Considero que debemos defender los colegios e institutos como lugares en los que los adolescentes no se vean asediados por los imperativos de la inmediatez y la gratificación inmediata; la enseñanza y el aprendizaje tienen sus propios tiempos. Apuesto por que existan aulas con ordenadores y otros dispositivos electrónicos y digitales para un uso puntual, pero creo profundamente en el valor de la escucha activa, del diálogo, de la atención compartida, de las metas comunes y, por encima de todo, en el valor del conocimiento, que es, en última instancia, lo que debemos transmitir a nuestros estudiantes.

Mi experiencia con adolescentes es que siempre que tienen acceso, o posibilidad de acceso, a una pantalla acaban despistándose porque esa pantalla los abre a un mundo –en apariencia– de infinitas posibilidades que en el aula no creen encontrar. Esto encierra un gran peligro, y es que el profesorado se convierte, cada vez más, en un competidor de la tecnología: el o la docente debe “entretener” tanto o más que el entorno digital, por lo que todo aprendizaje debe llevarse a cabo a través del juego, que ahora llaman gamificación o ludificación, neologismos que han normalizado la introducción acrítica de la tecnología en las clases de casi cualquier colegio o instituto.

Lo que permiten los libros es, justamente, detener los tiempos, enseñar a adolescentes y jóvenes que no todos los procesos vitales se pueden adaptar a los tiempos de la esfera digital, que el aprendizaje requiere una duración más o menos dilatada y que el esfuerzo cognitivo es necesario. Por tanto, no hay que renunciar a la tecnología, hay que emplearla con tino y en momentos puntuales. Tener las aulas llenas de pantallas que nos expropian de nuestra atención no es progreso. El progreso es mantener entusiasmados y apasionados a tus estudiantes con el proceso de aprendizaje.

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Las aulas deben ser un lugar limpio de pantallas en su normal desarrollo, salvo que se empleen, en exclusiva, para fines pedagógicos y siempre bajo la guía del profesorado

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En las comunidades autónomas cada vez se elaboran más planes de salud mental para alumnos y docentes, un remedio para un problema que se está detectando, pero ¿dónde está su raíz?
–Mi contacto dialógico diario con adolescentes apunta a malestares que son más o compartidos por todos los estudiantes (preocupación por el futuro, inquietud por el medio ambiente, precarización del empleo, desarrollo de la tecnología y desaparición de ciertos trabajos, relación con sus familias y amigos…), pero cada circunstancia concreta y el carácter peculiar de cada uno de ellos hace que se tomen esos malestares de maneras muy distintas.

Nuestros estudiantes viven bajo una presión atenazadora muy desagradable, que en ocasiones no les permite desarrollarse íntegramente en lo intelectual y en lo emocional. Las altas expectativas a las que la sociedad –y en ocasiones las familias– los someten, así como los dictados hegemónicos a los que están expuestos permanentemente a través de las redes sociales y de la publicidad, hacen de ellos una diana perfecta para el desarrollo de trastornos emocionales y de la conducta de todo tipo, con especial prevalencia de los trastornos de ansiedad (con cuadros puntuales o con el desarrollo de TAG –trastornos de ansiedad generalizada–), la anhedonia (falta de motivación generalizada) –que puede desembocar en cuadros depresivos– y los TCA (trastornos de la conducta alimentaria).

Como efecto de comorbilidad, muchos adolescentes, muchos más de los que se piensa, recurren a prácticas autolesivas para aliviar un dolor emocional que son incapaces de entender y sobrellevar. Y lo más preocupante: que no tienen con quién compartirlo.

También podemos encontrar, e igualmente muchos más casos de los que la gente podría pensar, testimonios de estudiantes que manifiestan no querer seguir viviendo o incluso algún intento autolítico o ideación suicida, para lo cual existen protocolos que, a mi juicio, sólo cubren la parte legalista del proceso. Lo importante es proteger y acompañar. Para eso no valen los protocolos; valen personas comprometidas por el bienestar psicoemocional de los chavales.

No creo que se necesiten psicólogos en los colegios e institutos como figura institucional, pero sí hay que dar formación a los claustros sobre situaciones que pueden encontrarse en su día a día y para las que deben estar preparados: ¿qué hacer si un estudiante me considera su figura de referencia y me comunica que se ha hecho daño con un objeto punzante o que no quiere seguir viviendo? Debemos hablar de ello en colegios y en la sociedad. Por eso, más allá del funcionamiento interno de los colegios e institutos, deberíamos hacer un análisis como sociedad para percatarnos de a qué estamos pidiendo que se adapten nuestros jóvenes y adolescentes, y también los niños: los tratamos bajo las coordenadas del managment empresarial, porque deben ser eficientes, productivos y eficaces, ser competentes digitalmente, ser trilingües desde pequeños y mostrarse afectiva y emocionalmente sanos.

La pregunta clave es por qué estamos pidiendo, no sólo a los adolescentes sino también a los adultos, una permanente “gestión emocional” sin cuestionarnos cuál es la raíz de nuestros problemas, sin preguntarnos a qué nos están pidiendo que nos adaptemos con resiliencia, por qué necesitamos tanta gestión emocional.

Seré claro: en un mundo enfermo, enfermar es un síntoma de salud. En mi caso, me funciona muy bien la práctica de un diálogo compartido con los estudiantes, un espacio de escucha en el que no cabe el enjuiciamiento, ni siquiera el consejo o la recomendación: simplemente, se comparten las propias preocupaciones, y ese desahogo, que en casa no suelen tener o que entre amigos les cuesta llevar a cabo, les ayuda mucho; primero, para saber que comparten zozobras e inquietudes (es decir, que no están solos), y, en segundo lugar, para cobrar conciencia social de los problemas que enfrentan, de manera que no sean considerados asuntos irresolubles, sino en los que cabe su intervención responsable y comprometida. El diálogo en libertad y un comprometido acompañamiento son las mejores herramientas para tratar con adolescentes.

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En un mundo enfermo, enfermar es un síntoma de salud

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¿Más diálogo y menos libros de autoayuda?
–La autoayuda generalista no es más que un melifluo sistema felicifoide que actúa en connivencia con las garras del sistema productivo imperante. Debemos ser resilientes y adaptativos para acomodarnos a un mundo voluble, líquido y fluido. Pero ¿qué ocurre si esa volubilidad, esa liquidez y esa fluidez se pudieran solucionar, si fueran condiciones impuestas que justamente tendríamos que analizar y cuestionar?

Es algo que trato mucho con mis estudiantes en las clases de Filosofía y Psicología: quizá sería mejor percatarnos del origen de esas condiciones que nos han vendido como normalizadas e incluso normativizadas (adaptabilidad, acomodación, resiliencia), en lugar de practicar permanentemente sus imperativos: llegar a ser felices, eficaces, exitosos… y todo a pesar de nuestro zozobrante escenario.

La autoayuda desactiva nuestras potencias comunitarias y políticas y nos encierra en nuestro universo privado: eres tú quien debe gestionarse, eres tú el responsable de sus problemas, eres tú el culpable de que las cosas no vayan bien, eres tú quien no pone las premisas necesarias para alcanzar la felicidad. Pero ¿qué ocurre con las condiciones estructurales que nos ponen en la tesitura de sentir tantos y tan plurales malestares?

La filosofía no es autoayuda porque, sencillamente, la filosofía (y el ejercicio autónomo del juicio propio) cuestiona lo que la autoayuda da por hecho: los malestares y desigualdades estructurales. La autoayuda enseña a soportar; la filosofía pregunta qué soportamos y por qué. Y esta actitud es la que intento transmitir a mis estudiantes, sea en enseñanza media o universitaria.

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La autoayuda desactiva nuestras potencias comunitarias y políticas y nos encierra en nuestro universo privado

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Usted aboga por una pedagogía de la espera. 
–Sí, hay que introducir una pedagogía de la dilación en colegios e institutos, una reeducación y reconquista de nuestro deseo, y explicar a nuestros estudiantes que el ritmo propio de la esfera digital no es el de la vida real. Además, en términos estético-antropológicos, hay pocos tiempos tan bellos como el de la espera esperanzada. La víspera es lo que antecede a lo que –sabemos que– ha de sobrevenir. Es el tiempo de la expectativa. La víspera es el tiempo de la ilusión. Pero esta ilusión ha quedado hoy cortocircuitada porque todo debe ocurrir ya, aquí y ahora: el espacio que media entre el deseo y su satisfacción ha sido ocluido o, lo que es peor, saturado. Todo está lleno, todo está saturado, no hay lugar para la grieta, para el vacío, para el espacio por colmar. Y sin ilusión, nuestra voluntad va deteriorándose poco a poco, y se atrofia, al acostumbrarla a estar sometida a la continua y pérfida hiperestimulación. Sólo existen gratificaciones constantes, absolutamente vacuas, que llenan ese tiempo de la espera que, por tanto, desaparece. Entre el goce y la frustración, escribió Kierkegaard, hay otro momento más hermoso: el de la posibilidad. Es lo que debemos recuperar. O en términos platónicos: es lo que debemos recordar.

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Entre el goce y la frustración, escribió Kierkegaard, hay otro momento más hermoso: el de la posibilidad. Es lo que debemos recuperar

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Se define como un “alma del siglo XIX en un tiempo extraño”, ¿también es nostálgico de otra escuela?
–En absoluto. Las necesidades de mis estudiantes son para mí prioritarias, aunque desde luego haya que seguir un currículo establecido por la ley. Cada grupo tiene un ritmo determinado y unas capacidades, actitudes y aptitudes distintas, y dentro de cada grupo, también cada estudiante. Hacerse cargo de esta diversidad es, al menos para mí, prioritario para que las clases se desenvuelvan en un buen clima anímico y de trabajo.

La introducción de la tecnología en las vidas cotidianas de los chavales lo ha cambiado todo, y es habitual que se sientan inquietos de manera casi permanente porque quieren consultar sus teléfonos o acomodar los ritmos académicos a los de la esfera digital. Ahora bien, cuando como docente eres capaz de atraer su atención, bien sea con conocimientos nuevos o con actividades que logren aterrizar esos conocimientos en su vida diaria, algo se despierta en ellos. La capacidad para aprender está estrechamente vinculada con saber avivar la admiración y el asombro por parte del profesorado en sus estudiantes. Emoción y aprendizaje están mutuamente coimplicados.

Reivindica la utilidad de los saberes inútiles, pero ¿cómo ve que cada vez más estudiantes se estén decantando por la Filosofía por su tremenda utilidad y rentabilidad, que los filósofos sean los nuevos ingenieros? ¿Por qué eligió usted Filosofía y Psicología?
–Creo que hay mucho de mercadotécnico en este afán por vender la filosofía como algo que no es. En las Facultades de Filosofía se estudia esta disciplina, se estudian textos, con mucho detenimiento, con calma y mucha paciencia intelectual. La filosofía es una disciplina que exige mucho esfuerzo, mucho estudio e innumerables horas de lectura. Colateralmente, este tipo de actividades pueden derivar en el desarrollo de habilidades que resulten útiles en las empresas, pero debemos huir del cliché, tantas veces escuchado últimamente, de que “las empresas demandan a filósofos”. Esto no es cierto. Lo que se demandan son las capacidades, aptitudes y actitudes que suele atesorar alguien que ha estudiado Filosofía. El matiz es muy distinto. La tarea de quien se dedica a ella ha de ser fundamentalmente disidente, incluso cuando trabaja en empresa. Y ese es su auténtico valor añadido: la reflexión comprometida, independiente, autónoma y, llegado el caso, cuestionadora.

Me decanté por la filosofía justamente por esta necesidad de horadar la superficie de lo que parece evidente, de los prejuicios, de lo que se nos da como preestablecido e incólume; respecto a la psicología, me he especializado con varios másteres en psicoterapia infantojuvenil por mi trabajo diario con adolescentes y jóvenes: para ayudar es necesario contar con algunas herramientas teóricas, siquiera mínimas, para poder acompañar no sólo con cariño, sino también con rigor.

¿Cree en la meritocracia?
–La meritocracia es una bicoca vendida por el establishment político para hacer recaer la culpa de nuestros fracasos en el individuo, de manera que las instancias gubernamentales y empresariales queden libres de sospecha. Lo provechoso sería más bien reconocer que el debate sobre la meritocracia será siempre corrupto y falsario mientras parta de una premisa falsa: la de que se puede alcanzar cualquier posición social con independencia de las condiciones materiales. Esto es absolutamente falso. La meritocracia significaría hacer esa premisa verdadera: que todos partamos de condiciones socioeconómicas similares, o que al menos no debieran importar, para poder desarrollarnos en cualquier sentido. Pero seamos claros: las desigualdades sociales existen, cada vez más acentuadas. Los políticos se llenan la boca de la palabra “meritocracia” para traspasarnos la responsabilidad y culpa a los ciudadanos, de manera que aquellos queden eximidos de cualquier tipo de cargo.

La meritocracia es la consecuencia directa de la tiranía del pensamiento positivo y de la normalización de la autoayuda: “lucha y conseguirás el éxito”, “no te resignes, pelea”, “sé resiliente y goza tus fracasos”, “suéñalo con fuerza y llegará”. Mientras se tenga fe en este tipo de perverso y perjuidicial pensamiento mágico, la manipulación emocional de la ciudadanía estará servida.

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La meritocracia es una bicoca vendida por el establishment político para hacer recaer la culpa de nuestros fracasos en el individuo

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¿Es un defensor de la soledad deseada?
–La soledad es constitutiva en el ser humano, o más bien la conciencia de la soledad. A partir de determinada edad, nos percatamos de que vivir tiene mucho que ver con asumir la propia soledad;  por eso es tan importante reconocer esa soledad en el otro, para escuchar y acompañar, justamente para no sentirnos enteramente solos.

La soledad se acepta en un proceso paulatino de maduración, y es un proceso en ocasiones desasosegante e incluso doloroso; como dicen unos elocuentes versos de la uruguaya Idea Vilariño, “Uno siempre está solo / pero / a veces / está más solo”.

Para llevar a cabo ciertas actividades, como la reflexión pausada o la asimilación de ciertas vivencias cruciales, la soledad es buena compañera, pero somos mamíferos, necesitamos del cuerpo del otro, su cercanía, su tacto, su olor.

En un mundo cada vez más conectado, es fundamental recordar esto: que nuestra relación con los otros se genera en la grieta entre dos soledades, en el encuentro entre dos individualidades frágiles y vulnerables. Debemos prevenirnos de las doctrinas mágicas de autoayuda que nos encomiendan en exclusiva al autocuidado: es más urgente que nunca trenzar redes de ayuda y apoyo mutuo, acompañarnos en nuestras soledades.

¿Qué nos salvará?
–Reconocer en el otro una mirada que encierra tantos sufrimientos y anhelos como los que nosotros guardamos en nuestro ánimo y en nuestro corazón. Que el otro no es un otro, sino un sí mismo con un cuerpo distinto. Que todos somos historias no contadas, silenciosas. Que somos dramas andantes, “soledades en convivencia”, como escribió María Zambrano. Que somos seres narrativos, que tras cada persona (en griego, πρὀσωπον, “máscara”) se esconde una historia desconocida que no debemos juzgar, sino acompañar.

Más vacaciones

«Mis vacaciones suelen estar destinadas a redactar textos largos que no tengo tiempo a desarrollar durante el año a causa de las obligaciones laborales (dar y preparar clases, conferencias y cursos, televisión y radio, etc.). Este año he culminado un libro que se publicará en marzo en Planeta (Destino) sobre la manipulación emocional a la que la ciudadanía está expuesta en la actualidad, y he impartido diversas conferencias, una de ellas muy bella y que siempre recordaré, en Benicàssim, a pie de playa, sobre la importancia de los libros y de la lectura, donde pude recitar a Rosalía de Castro tan cerca de ese mar que pidió ver momentos antes de morir.

No creo en la “desconexión” ni en la necesidad productiva de detenernos para volver “con las pilas cargadas”. Cada persona tiene unos requerimientos biorítmicos diferentes, nuestras cadencias vitales son distintas; en este sentido, cada cual ha de dedicar su tiempo a lo que estime oportuno, sin sucumbir a imperativo alguno, siempre y cuando exista una previa reflexión sobre lo que en realidad se desea hacer. Las vacaciones no deben quedar relegadas al verano o a la Navidad. Las vacaciones son todos esos instantes en los que, gracias a lo que hacemos –o dejamos de hacer– sentimos perder la pesada carga del tiempo cronológico»

En su mesita de noche...

«Los títulos siempre varían, aunque muy cerca de ella, en los estantes más cercanos a mi cama, siempre están mis dos maestras, a las que recurro casi a diario: María Zambrano y Rosalía de Castro. Si tuviera que decantarme por algún libro de ambas, serían Claros del bosque (1977) y En las orillas del Sar (1884), respectivamente. Y algunas poetas como Idea Vilariño o Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Antonia Pozzi, Teresa Wilms Montt o Sylvia Plath»

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