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Y vivir, ¿para cuándo?

La evasión, que no es mala en su justa medida —el problema es que la hemos perdido—, consolida una vida opiácea o anestesiante que se reduce a dos verbos: producir y consumir.
Rubén Villalba
Periodista y creador del podcast 'El entrevistólogo'
8 de enero de 2024
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Hay quien empieza el año como acaba la semana: harto. El siglo avanza y el hastío o desgana va camino de cronificarse, junto con la ansiedad y la depresión, como sus males principales. Es la paradoja de las sociedades actuales: lo tengo todo, pero me siento vacío y no sé por qué. Sobre las posibles causas de este horror vacui, que parece proporcional a nuestros hábitos de consumo, hablo con el filósofo Francesc Torralba en el último episodio de mi podcast. Su hipótesis parte de una premisa: ante la necesidad no cubierta de dotar nuestra vida de un sentido o propósito, emprendemos la huida hacia adelante

Aunque comparta su apreciación, me pregunto si realmente esto es así o, si por el contrario, puede vivir uno sin plantearse este tipo de cuestiones. Unos somos más propensos que otros, aunque se tiende por lo general a eludir el dilema. Hay quien alega no tener ni el más mínimo interés al respecto. Me cuesta creerlo. Y hay quien aduce falta de tiempo para pensar en esas cosas. Esto me cuadra más. Ya lo vaticinó Antonio Gala hace 30 años en una entrevista que hoy se viraliza en redes por el acierto de sus predicciones. Auguraba entonces un futuro de folletos e inteligencias artificiales que, ante nuestra falta de tiempo, nos dictarían cómo tener éxito, cómo hacer amigos, cómo divertirse y, en definitiva, cómo vivir. 

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Se ha instalado no un modo de vida sino de huida, donde no importa el por qué sino el para qué

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Ese futuro es ya nuestro presente. En la falta de tiempo delegamos —y relegamos— la vida, tan saturada hoy de estímulos, distracciones, necesidades creadas y continuas apelaciones al pensamiento unidireccional o sobre determinados temas que no son los de la propia existencia. Lo contrario pondría en riesgo, o cuando menos cuestionaría, no solo a quienes crean y fomentan ese modus vivendi compulsivo, sino también a quienes hallan en él un aliado para sus propios intereses. Me cuenta Francesc que cultivar un modo de vida más reflexivo, crítico y autoconsciente nos haría tomar distancia de tales dictámenes, ganando criterio propio y autonomía y, por tanto, libertad. 

Al hablar de compulsión, no solo nos referimos al consumo de lo material. Su dinámica se ha diseminado hasta alcanzar la esfera de lo intangible y hoy devoramos la comida o los realities lo mismo que las relaciones o las personas. Todo —y todos— se consume como si no hubiese un mañana. Y en sentido literal, por cuanto se nos ha convencido de que ese mañana quizá no llegue. Francesc lo describe como un carpe diem posmoderno, como un llamamiento radical a “no darle vueltas a las cosas y a gozar de la inmediatez porque al final la vida son tres días y, como vendrá un colapso no solo medioambiental, quizá sean menos”. Si la vida entonces no va a ningún sitio, ¿para qué encontrarle un sentido?

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Al hablar de compulsión, no solo nos referimos al consumo de lo material: su dinámica se ha diseminado hasta alcanzar la esfera de lo intangible y hoy devoramos la comida o los 'realities' lo mismo que las relaciones o las personas

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Se ha instalado así no un modo de vida sino de huida, donde no importa el por qué sino el para qué. Corremos sin saber muy bien adónde, pero lo importante es correr y, si por el camino tomamos cuantos atajos nos ofrezcan, mejor. Los atajos son de muy diverso tipo y van desde las clásicas adicciones hasta las más actuales que adquieren forma de pantalla. El cambio de envoltorio camufla el mismo modus operandi: dar satisfacción efímera e inmediata cuyo bajón posterior incremente la demanda. Y así se retroalimenta un consumo compulsivo que sólo confiere tiempo y lugar a lo que asegure su supervivencia, o sea, promueve la visceralidad frente al raciocinio. Triunfa, por tanto, lo anecdótico, lo zafio, el chisme, lo extremista, “la novia de Piqué y no que el mundo se caiga a otros”, lamenta Francesc.

No sé si exagera en su valoración, pero no se equivoca al señalarme la gran paradoja de este sistema, que al mismo tiempo que da nos quita. “Lo tengo todo, pero me siento vacío”, repetimos hacia adentro buscando el porqué de una insatisfacción permanente que desconcierta tanto o más que su moraleja, la que aún no alcanzamos a descifrar quizá por el analfabetismo existencial al que nos vienen abocando. El camino fácil, o que creemos como tal, sigue siendo otro, el que describe Francesc como aquel por donde “arrastro los pies durante la semana y espero a que venga el sábado y otro sábado, porque la vida es un asco y no tengo ni idea de lo que he venido a hacer en este mundo; pero por el momento tengo que comer y pagar una hipoteca y, por tanto, me escapo cuantas veces me sea posible”. 

La evasión, que no es mala en su justa medida —el problema es que la hemos perdido—, consolida así una vida opiácea o anestesiante que se reduce, como concluye Francesc, a dos verbos: producir y consumir. Y vivir, ¿para cuándo?

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